A la entrada del teatro Martí, de lo que queda del teatro Martí, un provocador letrero me revuelve la nostalgia. Eusebio Leal, ese ser extraordinario que se asegura la permanencia histórica por el trabajo, que según los sociólogos hizo al hombre, anuncia la reapertura del coliseo de las cien puertas y aparecen los nombres de Eduardo Robreño y el mío como figuras designadas para echar a andar la-temporada de teatro cuando vuelvan a sonar allí las tres campanadas de la alegría. Confieso que cuando me lo comunicó, sentí el deseo de excusarme, alegando motivos de edad y hasta de incapacidad intelectual. Pero no me sentí con fuerzas para negarle mi cooperación a uno de los hombres que nos sobrevivirá a muchos, por la obra realizada en esta etapa en que nos tocó vivir una de las páginas más difíciles y gloriosas de nuestra identidad nacional.
No tuve la suerte de Robreño, que nació, como quien dice, en una canasta: la que las actrices llevaban a los camerinos para cuidar a sus hijos durante ensayos y funciones. En mi pueblo no tuve referencias del buen teatro. Los negritos y los gallegos suplían con sus chistes y bailes mi incultura teatral: Castany, Otero, Federico Piñero, Acebal, Pous, Garrido, Arredondo, Bolito, un tesoro de carcajadas que no cambio por los nombres de las figuras más destacadas de la escena mundial. Y de pronto, un salto como los de Sotomayor en las olimpiadas: de asiduo a las cazuelas, gallineros o tertulias, a los camerinos de dirección, para codearme con Gonzalo Roig, Rodrigo Prats, Agustín Rodríguez, Candita Quintana y Alicia Rico. Con el teatro Martí iluminado y sonoro, repleto de público y aplausos. No, eso no se olvida fácilmente. Como ese bolero que habla de las heridas que cierran en falso y si alguien las toca se vuelven a abrir…
Eusebio no lo sabía… O sí lo sabía porque Eusebio lo sabe todo, o casi todo. Sabe también que la obra de reconstrucción del teatro Martí, por su complejidad, demorará más de lo que la perspectiva de vida prevé para hombres de mi edad, pese a los logros de la ciencia en nuestro país. Esto no será válido para Robreño, que no es inmortal, pero es «inmorible». Quien, como Eusebio, ha sabido hacer de su trabajo una máquina del tiempo que lo proyecta hacia el futuro, no se detiene en detalles más o menos gerontológicos. No voy a ser yo el que dude de su probada facultad de realizar sus más ambiciosos proyectos. Por lo tanto, no voy a pedirle que cambie mi nombre por el de otro que pueda llegar con más probabilidad a la meta. Después de todo, que mi nombre aparezca allí junto al de la Oficina del Historiador de la Ciudad es un honor que tengo que agradecer.
Los honores y los agradecimientos suelen alargar la vida. Por lo que cualquier cosa puede suceder.
Eusebio: como director titular te estoy invitando, desde ahora, a que des la tercera campanada de la primera función del teatro Martí en su reinauguración.
Enrique Núñez Rodríguez