Por: Danay Medina, especialista en Artes Plásticas de la Dirección de Gestión Cultural
Una exposición es algo más que un grupo de obras dispuestas en una sala según se quiera expresar un pensamiento, unos motivos, unas constantes. Una exposición es en sí misma un acontecimiento que se rige por exigencias propias y que teje relaciones estéticas y de sentido entre las piezas y el lugar en el que se ubican. Por esta razón, algunos artistas acostumbran a incluir en sus muestras ejercicios hasta cierto punto desapegados de su trabajo cotidiano, que pueden rozar con el enviroment, sobre todo si se quiere aunar una producción relativamente diversa bajo un concepto o tema determinado.
La exposición Los días del agua, de Orlando Montalván, expuesta en la Galería Villena de la Oficina del Historiador durante los meses de noviembre y diciembre y colateral del VIII Encuentro Nacional de Grabado, podría considerarse un ejemplo de lo expresado anteriormente. El trabajo del grabador, generalmente concentrado en el uso de matrices de gran tamaño a la vez que respetuoso del oficio y los recursos gráficos, en esta ocasión se muestra en soportes y técnicas diferentes. Impresiones láser sobre acrílico, aguada sobre tela o complementos directamente dibujados en la pared se unieron a un conjunto de piezas de pequeño formato más apegadas al grabado tradicional. Todas ellas se conjugaron de manera que contaran, hasta cierto punto narrativamente, las peripecias diarias que acosan a un cubano promedio en relación con el agua.
Montalván es conocido por su iconografía devota del artefacto, la máquina, las herramientas y elementos cotidianos de trabajo, sobre todo aquellos que se relacionan con los oficios masculinos (Recordemos la grúa de A la altura de estos tiempos, del proyecto del Estate Belkys Ayón, 2009). Dentro del grupo de elementos a los que suele recurrir, con frecuencia se han visto los cubos, los grifos, los hidrantes, los tanques de almacenamiento, las pipas y los motores, todos ellos vinculados con el agua, de ahí el título de la exposición, guiño intertextual al filme homónimo de Manuel Octavio Gómez.
Pero si el agua parecería ser el elemento central de la propuesta, en realidad muy poco se le ve directamente. Montalván es un artista que aprecia demasiado las formas, en su materialidad rotunda, como para decidir hablar del agua en un discurso llano que asuma al elemento en su inmediatez amorfa e inconstante. Mejor elegir el rosario de dispositivos que ha producido el hombre para atrapar, conducir y domeñar el elemento sin el cual no podría mantener ni imaginar su existencia. Se trata de un proceso metonímico por el cual se utilizan determinados objetos para hablar de algo más, en este caso basándose en la relación contenedor-contenido que se establece entre los primeros y el segundo. No es el agua en sí misma, sino su significación como detonante cultural en el más amplio sentido, el núcleo semántico de esta muestra, desde las tecnologías que debió implementar el hombre, entendido en sentido universal, hasta la particularidad que toma el tema en el ámbito cotidiano de nuestro país.
En este sentido el tono se hace un tanto irónico: el ser humano, que solo aparece representado en la pieza que lleva el mismo título de la exposición y que abre la misma, se reduce al anonimato de una cola, ínfimo ante la presencia de un gigantesco motor de agua. Paisaje y La columna infinita participan de este tono amargo a la vez que establecen una referencia hacia la historia del arte: la primera convierte un género tradicional en un conjunto de grifos y la segunda transmuta la famosa pieza de Brancusi en una superposición de baldes.