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Por: Dariana Rodríguez Barral

«el revolucionario verdadero está guiado

por grandes sentimientos de amor».

Ernesto Che Guevara

Me apasiona saber que todavía existen personas capaces de emocionarme. Personas cuya imagen puede perdurar y mantenerse conforme pasa el tiempo. Un hombre de incomparable pensamiento político y filosófico que no le impidió nunca alejarse de la responsabilidad infinita de su rol como padre. Che mito, Che paradigma, Che ícono, Che mártir, son los adjetivos asociados a su esencia, que permanece, como revela Eliseo Diego, «donde nunca jamás se lo imaginan».

Hoy miles de niños cubanos cambian de color. Viajan de la ausencia al azul, y del azul al rojo. Tránsito este reforzado por un compromiso que debería tomarse desde ese día como firme convicción: “seremos como el Che”. Ese 8 de octubre en el que hice el viaje por los colores no me di cuenta de la deuda que a partir de ese día me comprometía a saldar. Mi conciencia se encargó de ello y casi quince años después devoré sin medida toda su producción teórica, desde los ámbitos personales hasta paradigmáticas intervenciones y comunicados. Descubrí más allá de lo que supuse; encontré al hombre nuevo, un ser humano con la capacidad de conmover en sus estadios como ser sensible, apasionado, intenso, frágil,…como padre.

Se despidió de sus hijos de la misma forma convencida e irreductible que había tenido su vida y les mostró un camino: “Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones. Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”. Solo un hombre que asumió la palabra padre con la misma convicción que lo hizo como revolucionario, médico, amigo, ministro, pudo redactar semejante despedida, y escoger como sus últimas palabras a los hijos que nunca más vería, la necesidad de convertirse en hombres nuevos, sobreponiéndose a las ya invariables ausencias. Desde que conocí a este Ernesto supe que mi deuda de aquel 8 de octubre de 1994 se extendería más allá de los límites que sospechaba.

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