Discurso pronunciado durante el tradicional acto para recordar el natalicio de Carlos Manuel de Céspedes

Por: Álvaro Verdes, director de la Casa Simón Bolívar

Las virtudes que un día los padres fundadores conquistaron e introdujeron en las historias de nuestras naciones, no son un corpus acabado: lejos de ser conquistas por sí mismas imperecederas, conservan su matiz desafiante en tanto pueden perderse de manera trágica en lo que se pone el sol, o bien de forma nociva, a través de un desgaste paulatino de su eficacia, que puede llegar incluso a generar posturas cómodas e inertes.

Los monumentos proyectan ideas sobre las generaciones porvenir, pero por sí solos constituyen objetos decorativos en espacios públicos. El potencial que conservan, pende de quienes los contemplan y sobre ellos se inspiran para tejer nuevos derroteros acoplados a los signos de los tiempos. Por eso los homenajes, los tributos, las ofrendas, el volver una vez y otra, sin cesar. Siempre hay una interpretación particular, una mirada nueva, porque nuevos son los hombres y los contextos. Entonces lo que parecería repetición, automatismo y costumbre anquilosada se vuelve hálito renovador y ajuste de voluntades.

Esta ciudad, con tanto desvelo demandado para lograr su hidalguía, se luce en sus plazas coronadas de estatuas. Unas más bulliciosas y otras más retiradas en barrios residenciales, ninguna carece de memoria esculpida en la piedra. Martí, Gómez y Maceo llevan en sus zócalos las alegorías del pueblo, las masas, las muchedumbres que con sus pasiones humanas se cuadran para sostener en sus hombros el memorial portentoso de la Patria.

Sin embargo, en este apacible sitio de confluencias centenarias, se alza, en regia sobriedad, el pedestal para el Capitán General del Ejército Libertador, el primer presidente de la República de Cuba en Armas, el Padre de la Patria Libre, en serena y certera postura, elocuente expresión artística de su altruismo.

De toda la pléyade de letrados que han sido convocados por la vida de Carlos Manuel de Céspedes, con seguridad fueron Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo quienes desbrozaron el camino a seguir por cualquier estudioso que emprendiese la búsqueda para comprender al Primer Ciudadano de la historia republicana nacional. Para ambos, la dedicación casi de espionaje que implicó reunir gran parte de los documentos sobrevivientes al incendio de La Demajagua, de Bayamo y al desenlace fatal de San Lorenzo el 27 de febrero 1874,  fue manifestación del deseo por reivindicar la impronta cespedista en la historiografía nacional, pues aun avanzado el siglo XX, la figura histórica aún permanecía barrada.

El prócer incomprendido,- sería el epíteto de Portuondo-, primero, por alterar inesperadamente el ritmo secular de la vida colectiva tras percibir en las juntas preparatorias del movimiento de 1868, que aquella vastísima conspiración no tardaría en ser descubierta por las autoridades españoles y ahogada, como tantas otras, en la sangre generosa de nuevos mártires, y, para evitarlo, hizo posible, sin dudas ni vacilaciones, el comienzo de la insurrección, aunque para ello tuviera que anticipar, con sólo un puñado de valientes, el día señalado para el alzamiento y el recelo de no pocos valerosos independentistas.

Incomprendido como Capitán General, por ser hombre de procedencia civil y ejercer la Presidencia de un pueblo en guerra. Acusado por sus contemporáneos de nepotismo, él, que a su hijo mayor, le había negado autorización para ir a su lado y servirle de amanuense, cuando casi a ciegas escribía su propia correspondencia por falta de secretario. Calumniado también de querer adueñarse de la República a la que había sacrificado sus convicciones políticas, contrarias a la organización que le fue dada para cortarle a él toda iniciativa. Mientras la Cámara de Representantes emitía leyes destinadas a un ficticio escenario de país logrado, Céspedes tenía urgencia de un fin inmediato: la independencia. Y para esto un mando único, una forma militar, un veto a los códigos; en fin, la acción previa a la tribuna. Un abogado con privilegios de cuna y un sólido crédito,  apostando por el machete. Pero su autoridad ejecutiva había salido de Guáimaro subordinada al parlamentarismo. Había entrado como General en Jefe del Ejército de Cuba y Jefe de su Gobierno Provisional y había despedido el cónclave bajo la única y suprema autoridad del órgano colegiado. El destino le deparó ser el primero en levantar el estandarte de la libertad y al destino le  correspondió dejar terminada la misión del caudillo de Yara y de Bayamo. Sobre esa divergencia de procederes apuntó en 1870 en una de las escasas piezas de oratoria que se conservan, y cito: “a lo que no puedo prestar mi aprobación es al abuso de la libertad, al entronizamiento de la libertad; a que se confunda la libertad con el libertinaje; a que el pueblo se olvide de la guerra por la palabra, cuando la guerra es el primer deber de todo ciudadano mientras la tiranía huelle una sola pulgada de la tierra de Cuba. Pero derrocada la autocracia española, lanzados los enemigos de la libertad a los remotos confines del Atlántico, aquí no podrá existir otro gobierno que el republicano”.

Aquellas rivalidades terminaron en Bijagual en 1873 con la deposición del cargo presidencial. La aceptó sin intentar rebelarse contra ella. Tan enérgico y seguro de sí mismo, tuvo la abnegación suficiente para soportar aquella injusticia. “Por mí no se derramará sangre en Cuba”, escribió a raíz de aquel suceso a su esposa Ana de Quesada. Apuró el martirio, porque tuvo la fuerza suficiente para sostener, ante una juventud valiosa pero extraviada por la irrupción de las ideas liberales, sus previsoras ideas centralizadoras, ideas que han recibido la consagración del triunfo en casos de guerra.

Los ecos del diferendo llegaron vivos a los predios de la Guerra Necesaria y la agudeza de la pluma martiana presentó así,  al decir de aquel hombre generoso,  lo que era un nudo gordiano ante los veteranos del 68, los emigrados cubanos en Estados Unidos y las generaciones venideras: “Es preciso haberse echado alguna vez un pueblo a los hombros para saber cuál fue la fortaleza del que sin más arma que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara con una nación implacable, quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a un tigre su último cachorro”.

Tomemos pues la desnudez convocante de estos lienzos de mármol y seamos los rostros que decoren para el presente tal virtud; acojan estos paños nuestros esfuerzos cotidianos, los sencillos y arduos; que se proyecten sobre estos pétreos espejos la voluntad de hacer por el Bien de quienes, como prólogo de la vorágine laboral que apenas despunta, deseamos ofrendar algo más que flores al ilustre hijo de Bayamo en su aniversario 204.

 

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