Por: Yimel Díaz Malmierca
El 27 de noviembre del 1937, a iniciativa del Dr. Emilio Roig de Leuchsenring, primer Historiador de La Habana, se develó en la Acera del Louvre una tarja conmemorativa realizada por el escultor Juan José Sicre (1998-1974), que en bronce dice:
«Nicolás Estévanez (1838-1912). En esta Acera del Louvre, el 27 de noviembre de 1871, siendo Capitán del Ejército Español, dio ejemplo excepcional de dignidad, valor y civismo, al protestar públicamente contra el fusilamiento de los ocho inocentes estudiantes cubanos inmolados aquel día por los voluntarios españoles de La Habana. Abandonó la Isla, renunció a su carrera, se negó a reingresar en la milicia; fue, en tiempos de la primera República Española, diputado y Ministro de Guerra; y jamás se arrepintió de aquella su nobilísima actitud, pues para él “antes que la patria están la humanidad y la justicia”.
Cubanos y españoles ofrendan a la memoria del esclarecido republicano, hijo de las Islas Canarias, este homenaje, en testimonio de respeto y admiración, a 27 de noviembre de 1937».
Corrían los días tristes de la Guerra Civil Española, que a la postre resultaron preámbulo de la II Guerra Mundial, y muchos cubanos ardían en deseos de expresar su simpatía con la España republicana.
Marcado por ese anhelo, y también por aquel otro de sembrar tradiciones que permitan visitar y explicar la historia cotidianamente, Roig decidió perpetuar la memoria del oficial español en el mismo lugar donde “trabajadores del Hotel Inglaterra contuvieron a Nicolás Estévanez. Su acto de protesta, remarcado al romper su espada y los galones de su charretera, significó un honorable acto de solidaridad para con los estudiantes”, narró Eusebio Leal.
La idea del recordatorio en bronce tuvo como antecedente la divulgación en la Revista Carteles, en 1828, de un artículo acerca del suceso. Había sido escrito por Emilio Roig de Leuchsenring.
Otro intelectual, Luis G. Gómez Wangüemert, de origen canario, presentó la iniciativa de colocar una tarja conmemorativa en la Acera del Louvre, lo cual tuvo una excelente acogida. Se creó entonces el Comité pro homenaje a Nicolás Estévanez, encabezado por Benigno Souza, amigo y médico del militar español durante sus últimas estancias en Cuba, al cual se sumaron Roig y Gómez Wangüemert.
No fue hasta 1937 que la tarja pudo hacerse realidad, y ocurrió gracias a contribuciones económicas de la Municipalidad de La Habana, sociedades republicanas españolas, el club Atenas y donaciones particulares. La ceremonia inaugural tuvo lugar el 27 de noviembre de ese año, a las 10 de la mañana. Acudieron estudiantes universitarios y de los institutos y escuelas públicas y privadas, veteranos, miembros de sociedades españolas, e intelectuales.
El homenaje a Estévanez —vinculado al de los estudiantes de Medicina que se realiza en el monumento que les rinde honores desde 1889— siguió realizándose cada 27 de noviembre aún después de 1964 en que murió el primer Historiador de La Habana. A partir de esa fecha se escucharon allí discursos de miembros de la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales, la Sociedad de Amistad Cubano-Española, el Instituto de Historia, y la Facultad de Historia, de la Universidad de la Habana.
En el año 1969 Eusebio Leal Spengler asumió las funciones de Historiador y retomó la tradición iniciada por su predecesor de asumir las palabras centrales de ese acto, algo que realizó con estoica disciplina.
La OHCH ha decidido preservar esta conmemoración que establece un puente raigal entre Cuba y España, pues recuerda los trágicos sucesos que culminaron con uno de los hechos más horrendos de la historia de la Cuba colonial y también habla de esa España justa, ética, y profundamente humanista que el ‘ser cubano’ incorporó de manera definitiva.
Estévanez, en lo mejor de nuestras raíces caudales
Nicolás Estévanez Murphy nació en Las Palmas de Gran Canaria el 17 de febrero de 1838 y murió en París el 19 de agosto de 1914. Fue militar, político federalista, periodista y traductor español. A él debemos versiones en castellano de La Política, de Aristóteles; Obras escogidas, de Séneca; Obras escogidas, de Cicerón; Del espíritu de las leyes, de Montesquieu; y Catecismo positivista, de Augusto Comte, traducciones publicadas en París, por la casa editorial Garnier Hermanos, con la que colaboró muchos años.
Su padre, Francisco de Paula Estévanez, también fue un militar progresista, de origen malagueño; y su madre, Isabel Murphy y Meade, procedía de una familia de comerciantes de origen irlandés. Con ellos vivió cómodamente en Tenerife hasta que en 1852 ingresó en la Academia de Infantería de Toledo. Tras graduarse participó en la guerra de África (1859-1860), donde sobresalió, intervino en 15 acciones y dos batallas, por su actitud recibió la Cruz Laureada de San Fernando, la más preciada orden militar del Reino de España.
En 1863 fue destinado a Puerto Rico, y en 1864 se le encargó que visitara los Estados Unidos para estudiar los episodios militares más importantes de la Guerra de Secesión para elaborar la Memoria correspondiente. De octubre de 1864 a julio de 1865, estuvo en la guerra de Santo Domingo y a pesar de solo ser capitán, tuvo bajo su mando un batallón.
De regreso a España se vinculó al movimiento federalista, ideas que lo llevaron a prisión en las cárceles de Salamanca y de Ciudad Rodrigo, donde permaneció once meses, hasta la amnistía de 1870. Reintegrado al ejército y destinado de nuevo a las Antillas, prestó servicios en Puerto Rico, donde se casó con María Concepción Suárez Otero, con la que tuvo dos hijos; y también en Cuba, donde fue propuesto para comandante por méritos de guerra.
Estévanez fungía como capitán de reemplazo en La Habana cuando ocurrieron los hechos que lo inscribieron para siempre en la historia de Cuba:
«Solía pasear por la Acera del Louvre, uno de los lugares más concurridos en La Habana de entonces. Poco después de las cuatro de la tarde del 27 de noviembre 1871 mientras caminaba por ese sitio notó la escasa presencia de transeúntes. Se detuvo ante un café y en ese instante escuchó una descarga de fusilería procedente de la Fortaleza de la Punta. Al indagar a un camarero qué ocurría éste le respondió: ‘Los están fusilando’. ‘¿A quién?,’ preguntó el oficial español y la respuesta fue: ‘A los estudiantes.’ Fue entonces cuando a viva voz condenó el atroz asesinato y quebró su espada en señal de protesta. El honesto capitán español renunció a su carrera y abandonó a Cuba. Una tarja en el portal del capitalino Hotel Inglaterra, lugar donde se encuentra La Acera del Louvre, recuerda aquel gesto valiente de quien en sus memorias calificó al fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina como ‘baldón eterno para España’». (Evelio Tellería Alfaro, «Nicolás Estévanez: un militar honesto», trabajadores.cubaweb.cu)
Años más tarde, en unas notas testimoniales, reconoció: “Perdí la serenidad al conocer los acontecimientos. Dos camareros me cogieron por el brazo y me escondieron en un patiecito”.
En su libro Fragmentos de mis memorias, publicado en 1899, Estévanez refiere el impacto que aquellos sucesos causaron en él: “No dormí, y me formé el propósito de abandonar la Isla, donde cualquier día podría tener la desgracia de formar parte de algún Consejo de Guerra, y yo no era capaz de condenar inocentes, por ningún género de consideraciones”
“El patriotismo fue, precisamente, lo que me hizo abandonar la Isla de Cuba. Yo no podía permanecer en ella. Si hubiese permanecido, seguramente hubiera acabado mal: antes que la patria están la humanidad y la justicia”, sentenció.
De vuelta a España, integrado al Partido Republicano Federal y miembro del Directorio Republicano, Estévanez fue elegido diputado por la circunscripción de Madrid en mayo de 1872. En febrero de 1873, alzado en armas contra los Borbones, participa del descarrilamiento de un tren en el puente de Vadollano, en la vía férrea Madrid-Sevilla, y proclamó la República en el municipio de Linares, operaciones destinadas a ganar tiempo y facilitar el levantamiento de Andalucía a las órdenes del general Juan Contreras y Román.
Tales hechos fueron narrados en el primer capítulo de novela La Primera República, escrita por Benito Pérez Galdós, quien de Estévanez escribió: “En él veía yo la personificación vigorosa del espíritu de rebeldía que alienta en las razas españolas desde tiempos remotos, y que no tiene trazas de suavizarse con las dulzuras de la civilización, protesta inveterada contra la arbitrariedad crónica del poder público, contra las crueldades y martirios que la burocracia y el caciquismo prodigan a los ciudadanos”.
Una vez proclamada la República fue designado gobernador civil de Madrid. En las elecciones de mayo de 1873 fue elegido diputado por las circunscripciones de Canarias, Jaén y Toledo, optando por la representación del distrito de Santa Cruz de Tenerife. El 11 de junio de 1873 fue investido Ministro de la Guerra en el gabinete presidido por su correligionario Francisco Pi y Margall, cargo en el que solo permaneció 18 días.
Una de las encomiendas recibidas del presidente Francisco Pí Margall fue que preparase su vuelta a Cuba ese mismo año en “misión pacificadora”. Estévanez solicitó para ello un ejército de al menos 20 mil hombres, que no pudieron ser reclutados, lo cual puso fin al proyecto.
Con la restauración del régimen monárquico en España, repuestos los Borbones en el trono, Estévanez tuvo que salir al exilio. Se estableció en Lisboa, pero el gobierno español consiguió que, por su permanente activismo, Portugal le expulsara en 1876.
Retorna a Cuba y aquí vive hasta que el Capitán General le concede doce horas para abandonar la isla. Se marcha a Estados Unidos, luego a México, y París, donde trabajó como traductor y colaborador habitual en la casa editorial Garnier Hermanos.
En agosto de 1898 estableció su residencia en una quinta de Getafe, cerca de Madrid, deseoso de participar activamente de la política española, sobre todo en el entorno de Francisco Pí Margall, pero sus anhelos se ven frustrados una vez más y debe abandonar España.
Ya instaurada la República en Cuba, llega Estévanez a La Habana con la idea de establecerse, pero el plan nunca cuajó. No obstante, emocionado, plasmó sus ideas en el artículo Llegada a Cuba, del cual compartimos algunos fragmentos:
«(…) pensaba frecuentemente en retirarme a Cuba para gozar de su ambiente bienhechor. Y al cabo lo conseguí. Ojalá no tenga que desandar lo andado, como ya me ha sucedido otras veces. Pero ¡cuántos contrasentidos se albergan en el corazón del hombre! El día de mi llegada a Cuba –12 de Junio de 1906– fue de honda tristeza para mí. La satisfacción del cansado peregrino que después de vagar por montes y desiertos pone sus pies doloridos en el más apetecido oasis; mi propia satisfacción al contemplar este oasis cubano, que ha sido tantas veces para mí la lejana visión del descanso y el sosiego; mis ansias realizadas, mis logradas esperanzas y mis anhelos cumplidos, quedaron neutralizados por un sentimiento doloroso que se apoderó al entrar en el puerto de La Habana. ¿Era un mal presentimiento? ¿Era una ilusión desvanecida? ¿Sería tal vez reminiscencia nostálgica, recuerdo amargo de tantos amigos muertos, añoranzas de la juventud? (…) La patria ausente y vencida es más amada (…). Pasaron, felizmente, las luchas que ensangrentaron a Cuba en tiempos no lejanos; y yo deseo, con todas las ansias de mi espíritu, que cada día se estrechen más y más los lazos de paz y unión entre cubanos e hispanos; anhelo como nadie que para siempre se olviden los agravios mutuos (…). Todos los españoles queríamos la conservación de Cuba para España, y más que nadie la anhelaba yo; todos quedamos entonces mantener lo que llamábamos «integridad del territorio». ¿Y qué nos dividía? Que los unos querían, solamente conservar el territorio, y los otros queríamos conservar al mismo tiempo el honor. Prevaleció la política de los primeros, y así perdimos honor y territorio. (…). Los españoles podemos hoy gritar sinceramente: ¡viva Cuba! Al vitorear a Cuba, algo vitoreamos que siempre será nuestro: la lengua patria, la lengua en que los cubanos pronuncian sus apellidos, declaran sus amores y entonan sus endechas. Y al mismo tiempo que a Cuba, podemos y debemos vitorear cien veces a nuestra querida España. Pero no a la España de la Inquisición y el retroceso, no a la España de hoy mismo en lo que tenga de medioeval y atávico, sino a la venidera, a la España próspera, regenerada, rejuvenecida que ya se dibuja en lontananza, que yo preveo, que todos presentimos, que surgirá sin duda… cuando nazca y viva una generación que la merezca. (…). El Nuevo Mundo es prolongación de España en lo moral y en lo físico, en la leyenda y el arte, en la historia y en la geografía. Y más que en otra cualquiera región americana, vivirá España en la memoria y en el corazón de Cuba, penetrará su gloria en edades venideras, hasta donde llegue Cuba soberana. Pero los hijos de Cuba no deben contentarse con una soberanía precaria, nominal y discutida. Tocaremos este punto en capítulo especial. Desembarqué, ya lo he dicho, desalentado, triste, seriamente enfermo; dolorido el cuerpo y más dolorida el alma; rodeado de buenos y cariñosos amigos, pero sin horizonte, que desde mi aposento del hotel no podía descubrir mi vieja Habana.»
Por razones que no hemos podido precisar, retorna a España de donde se marcha de manera definitiva en 1909. Murió en París el 19 de agosto de 1914, víctima de una pulmonía contraída, al parecer, mientras cumplía una misión de enlace, pues no dudó en presentarse como voluntario, a pesar de su edad, al servicio de Francia, en los primeros días de la nueva guerra europea, más tarde conocida como Primera Guerra Mundial.
Estévanez vivió y murió con decoro, rehusó cobrar los honores de la Cruz de San Fernando, así como los pagos vitalicios que le correspondían por haber sido ministro del Estado durante la primera república española. Fue un “hombre cordial, sencillo, modesto, gracioso, dicharachero. En fin, era un hombre. Por serlo, rechazó todos los honores y las vanidades de su carrera política y militar”, afirmó el intelectual anarquista Federico Urales, en su prólogo al libro de Mateo Morral, Pensamientos revolucionarios de Nicolás Estévanez.
Zenea, Plácido y Heredia
El 25 de agosto de 1871, cuando fue fusilado en la fortaleza de San Carlos de la Cabaña el poeta cubano Juan Clemente Zenea, Nicolás Estévanez Murphy (1838-1914) estaba en Cuba. El militar español, hombre de armas y letras, conocía y admiraba la obra poética de los autores cubanos y así lo hace notar en su artículo en tres partes titulado ¡Glorias cubanas!, publicado en el semanario dominical La Ilustración Republicana Federal, editado en Madrid entre 1871 y 1873.
El primero y más extenso de las segmentos está dedicada a Juan Clemente Zenea y apareció en el número 20 de la revista, el 11 de noviembre del 1871; mientras que el segundo (acerca de Plácido) y tercero (consagrada a José María Heredia), corresponden a las salidas 22 y 23 de La Ilustración Republicana Federal, ocurridas en los días 28 de noviembre y 8 de diciembre de 1871
Por su meridiana claridad, comparto fragmentos de la primera parte de ¡Glorias cubanas!, y preservamos la ortografía de la época:
“La prensa española ha venido ocupándose estos días del fusilamiento de Zenéa. Todos los periódicos han juzgado el hecho, y lo han comentado según sus creencias y aspiraciones políticas. Se han contentado algunos con lamentarlo; otros lo han condenado con energía y los demás lo aplauden, lo explican ó lo disculpan. Esto sucede siempre en casos parecidos y no debe extrañarnos, pero hemos visto con sorpresa y con indignación que algunos diarios, olvidando la tradicional hidalguía de los españoles, han descendido hasta el extremo de insultar á Zenéa después de fusilado.
“Algunos periódicos injurian á Zenéa llamándole traidor: no lo ha sido seguramente á su patria. Otros le injurian precisamente porque en las últimas horas de su vida no quiso ser traidor á sus creencias. Era Zenéa racionalista y libre pensador, y se negó como hombre digno y honrado, en las solemnes horas que pasó en capilla, á cometer la indignidad que se le proponía; la de abjurar sus creencias, la de hacer traición á las ideas que más había amado en el trascurso de su vida. Y por esta prueba de valor y fé, por haber sido superior á toda pueril debilidad, por haber sido consecuente y noble hasta el instante crítico de pagar el tributo de su vida, hay diario liberal que aja su nombre, injuria su memoria y le apellida traidor.
“(…) Como Diego, como Gaspar Agüero, como Oscar Céspedes y el viejo Goicuria y el imberbe Ayestarán, murió Zenéa con toda la serenidad de la inocencia, con toda la entereza del verdadero heroísmo. Pero más afortunado que sus compatriotas, anteriormente inmolados, obtuvo la gracia de morir pasado por las armas; no porque se le quisiera dispensar este favor, sino porque el verdugo de La Habana se encontraba á la sazón enfermo.
“(…) En tres años de guerra han muerto en los combates, fusilados por sus enemigos ó ejecutados por el infatigable verdugo de la Habana, cincuenta mil cubanos y treinta mil españoles. ¡Ochenta mil hombres asesinados por patriotismo! Lo patriótico es casi siempre inhumano.
“Pero no se crea que el exterminio y el asesinato empezaron con la insurrección. Hace mucho tiempo que insulares y peninsulares viven separados por odio inextinguible. Intolerantes los unos y los otros, hicieron la guerra inevitable, y cuando estalló era muy fácil prever las catástrofes, los crímenes, los horrores que ha presenciado la más hermosa de todas las Antillas.
“No había sido necesario que la insurrección diera principio para que las musas enlutadas miraran con dolor asesinatos como el de Zenéa. Si este ilustre poeta ha sido sacrificado á la pasión política en el período de la lucha armada, otros poetas no menos ilustres, no menos inspirados, habían perecido de igual modo cuando Cuba gozaba de una paz completa, solo porque en sus versos revelaban sentimientos de libertad y honor. Plácido, el bardo del Yumurí, el más conocido y celebrado de los poetas de Cuba, fué también fusilado en lo mejor de su vida. Heredia, el cantor del Niágara, también murió lejos de las playas de su querida Cuba, en la expatriación, á donde fué lanzado por la tiranía de Fernando VI”.
En el texto acerca de José María Heredia, certifica que “Los poetas han sido profetas en todas las edades”; y reconoce que el bardo concluyó “uno de sus más bellos himnos” con “una verdadera profecía”: ‘Cuba al fin, te verás libre y pura/ como el aire do luz que respiras, cual las ondas hirvientes que miras/ de tus playas la arena besar. / Aunque viles traidores lo sirvan, /del tirano es inútil la saña, / que no en vano entre Cuba y España / tiende inmenso sus olas el mar’”.
Honrar la memoria de Nicolás Estévanez cada 27 de noviembre en La Acera del Louvre como desde 1939 hace la Oficina del Historiador, es recordar también al capitán del ejército español y abogado de oficio Federico Capdevila, que defendió la inocencia de los jóvenes; al profesor Domingo Fernández Cuba que plantó cara a las autoridades españolas cuando irrumpieron en su aula para apresar a los estudiantes, “De aquí no te llevas ninguno”, les dijo. Es reverenciar también a los generales de artillería Clavijo y Benet, encarcelados por los voluntarios al oponerse a la celebración del juicio; a Fermín Valdés Domínguez, amigo y compañero de estudios de las víctimas, a quien solo el azar salvó de quedar implicado y que no descansó hasta redimirlos, hallar la tumba común a la fueron lanzados sus cuerpos, y construir el monumento que aún preserva la huellas de aquellas balas de la vergüenza.
La tarja de la Acera del Louvre, ante la cual se organiza el acto más antiguo de la Oficina del Historiador, rememora además aquellos buenos cubanos que desde 1936 se movilizaron por cientos para acudir en defensa de la España heredera de aquellos anhelos libertarios y republicanos con que soñaban íberos dignos como Nicolás Estévanez Murphy .