Por Teresa de Jesús Torres Espinosa
Junto a palmeras y ceibas, desde mediados del pasado siglo se colocó el Monumento a Carlos Manuel de Céspedes en el centro de la Plaza de Armas, en el entorno colonial de La Habana.
Luego de varios años de reñidas polémicas, pues la ciudad no tenía un obelisco dedicado al prócer, venció el empeño fervoroso del primer Historiador de la Ciudad, Dr. Emilio Roig de Leuchsenring, de honrar eternamente la memoria de quien es considerado el Padre de la Patria y símbolo del alma de Cuba.
Solo se había conseguido que el Ayuntamiento habanero acordara, en 1923, nombrar a la plaza Carlos Manuel de Céspedes. Hasta entonces, en el centro de ese espacio público, se erigía la estatua del rey Fernando séptimo, figura abominable de la monarquía española y de la política internacional del siglo XIX.
Finalmente, los arquitectos criollos, residentes o no en el país, fueron convocados en 1953 a un concurso, en el cual sobresalió el proyecto de Sergio López. Así, se desplazó la efigie del impopular y despótico monarca hispano y se develó la del héroe del ingenio La Demajagua.
El 27 de febrero de 1955, en ocasión del aniversario 81 de la desaparición física de Céspedes, se ubicó la estatua, de mármol blanco, en el centro de la primigenia plaza de la otrora villa de San Cristóbal de La Habana, donde aún se encuentra, y ese entorno tomó de manera definitiva el nombre del insigne patriota. En su inscripción puede leerse: “A Carlos Manuel de Céspedes. Padre de la Patria y Primer Presidente de la República”.
El prócer representa la figura cimera de las guerras independentistas cubanas, que comenzaron el Diez de Octubre de 1868. Ese día el hacendado elegante y culto liberó a sus esclavos, para iniciar el largo camino de la justicia social en la Isla caribeña.