Canto de amor para el eterno novio de La Habana

Por Teresa de Jesús Torres Espinosa

Cuando en febrero de 2006 comencé a trabajar en el entorno más antiguo de La Habana, confirmé con mis ojos lo que muchos me habían comentado sobre Eusebio. Cada mañana, desde horas tempranas, de camino a la oficina, lo veía con su inconfundible traje gris y su andar rápido e inquieto,estrechando la mano de gente humilde que interrumpía su paso y de trabajadoras de museos; saludando efusivamente a quien barría las calles y aceras, y dándole palmadas en la espalda a conocidos y directivos de instituciones. Él era incansable desde el amanecer.

Ya ha transcurrido un año desde que se esparció como pólvora la triste noticia que conmocionó a toda Cuba, y aún estamos en duelo por su desaparición física. Desde entonces, su pueblo, su Habana, sus colaboradores más cercanos, hemos añorado la presencia del humanista de deslumbrante oratoria, del intelectual martiano y fidelista a capa y espada, amante de la decencia y el orden social, que siempre dirigió su mirada a favor de la salvaguarda del patrimonio material e intangible de la capital y de toda la Isla.

Su pequeña estatura se engrandece antes mis ojos al evocar cómo, a pesar de haber nacido en un hogar muy pobre, saltar numerosos obstáculos para educarse y alcanzar tardíamente el 6to grado, su perseverancia y talento lo llevaron hasta la universidad, a graduarse como Licenciado en Historia y, luego, recibir el título de Dr. en Ciencias Históricas del centro de altos estudios de La Habana.

No solo Eusebio levantó edificios en ruina y les devolvió su esplendor; niños, adolescentes, jóvenes y ancianos fueron también beneficiados con su obra social, pues para él ello resultó tan importante como la recuperación del patrimonio. Y quiso a su Habana como una ciudad viva; no como un museo para turistas, espectáculo o una vitrina; un sitio palpitante, donde coexistieran museos e instituciones culturales, con escuelas, viviendas, hogares de ancianos y unidades asistenciales para pequeños discapacitados, embarazadas y personas de la tercera edad, en el que dialogaran historia y presente.

En la apertura de coloquios, exposiciones y encuentros con la prensa, entre otras muchísimas de sus ocupaciones diarias, siempre rememoró al primer Historiador de la Ciudad, el Dr. Emilio Roig de Leuchsenring, su “predecesor de feliz memoria” -como siempre solía expresar, y, ajeno al cansancio, este cubano honorable, de firmes convicciones y propósitos, espíritu emprendedor y profética mirada, apostaba por una Habana renovada, a la que consagró toda su monumental obra y vida.

Al Maestro lo distinguieron la humildad, modestia y humanidad, su sentido de la belleza y oposición a la chapucería, en tanto rechazaba con energía la envidia, la ingratitud y la vanidad. Y ello lo demostró desde sus comienzos, en 1967, al frente de la rehabilitación del otrora Palacio de los Capitanes Generales –hoy Museo de la Ciudad–, la primera de las obras donde intervino el Historiador y a partir de la cual se inició la restauración del entorno colonial de la capital cubana.

Fue Leal un hombre único, imprescindible, de una honestidad ejemplar sin límites, cristiano apegado a las doctrinas del Cristo de los pobres, y de una enorme capacidad para soñar utopías y realizarlas. Mensajero de la verdad de Cuba, convenció de manera magistral a muchos confundidos; sintió pasión por su Patria, su historia, sus símbolos, por los próceres que forjaron su identidad; por los hombres y mujeres que han defendido esos ideales de generación en generación desde el siglo XIX hasta la actualidad.

El autor de decena de libros, ensayos, prólogos y artículos sobre historia, arte, restauración, y otros temas, mantuvo excelentes relaciones con importantes personalidades, organizaciones e instituciones educacionales, culturales y científicas del planeta. Sorteó con optimismo limitaciones materiales, y, aún así, encendió luces en medio de las tinieblas.

Seguiré sintiendo su presencia y escuchando su voz firme y seductora, imaginando su andar por las adoquinadas calles de su colonial Habana; sus visitas a conventos, iglesias y parques, museos y plazas; a su Prado con sus leones, que tanto amó; a los jardines y salones del Capitolio Nacional; al Malecón habanero -refugio de enamorados e inspiración de bardos y poetas-; a la barriada del Vedado, o a la majestuosa Casa de las Tejas Verdes.

Hasta sus últimos días y en medio de dolores atroces, el también decano del Colegio Universitario de San Gerónimo, siguió haciendo proyectos y se refería con extrema naturalidad a la posibilidad de su muerte. Ahora, antes de concluir este canto de amor, a quien se autodefinió como el novio eterno de La Habana y afirmaba que su matrimonio real era con Cuba y su urbe natal, recuerdo algunas de sus frases expresadas en entrevistas: “Si hubiera otra vida que esta que conocemos aquí abajo, mi alma vagará eternamente por La Habana. Ha sido el mejor de mis amores, la mejor de mis pasiones, el mayor de mis desafíos. Realmente no sé por qué siempre vuelvo misteriosamente a ella, en la luz y en el silencio, en la vida y en el sueño”. (…) “No aspiro a nada. No aspiro a eso que llaman posteridad. Solo aspiro a haber sido útil…”.

Aunque el eterno Historiador de La Habana, Dr. Eusebio Leal Spengler, fue acreedor de innumerables reconocimientos en Cuba y otras geografías, la distinción que él más apreció fue el amor de su pueblo. Perenne caballero andante, perdiste la batalla por la vida, pero alcanzaste, por derecho propio, un sitio en la inmortalidad. No te fuiste; te quedaste prendido en el alma de los que te amamos, seguimos tu legado y creemos en aquellos valores éticos que tú ayudaste a sembrar. Reposarás, Maestro, en el Olimpo de los Grandes y permanecerás en la memoria de los hombres y las piedras.

 

 

 

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