Por Teresa de Jesús Torres Espinosa
El sábado 17 de mayo de 1890 fue una de las jornadas más aciagas vividas en La Habana y en toda Cuba. Alrededor de las 10 y 30 de la noche de ese día las llamas envolvieron al antiguo almacén de la Ferretería Isassi, ubicado en la esquina de Mercaderes y Lamparilla.
Un sereno del barrio, que se encontraba de guardia, avisó del siniestro, por teléfono, a la Estación Central de los Bomberos del Comercio. Estos llegaron en unos minutos para hacerse cargo de la situación, junto con los Municipales, que no se hicieron aguardar. Se escucharon, a la vez, los silbatos de la Policía, el repicar de las campanas de iglesias cercanas y los gritos de auxilio de pobladores. Se movilizaron, además, marineros, vecinos y curiosos que acudieron para brindar su solidaridad.
Ocurrieron dos explosiones, una detrás de la otra. Una densa columna de humo se elevó; puertas y ventanas del establecimiento saltaron por los aires, y se derrumbaron sus gruesos muros y techos, que fueron amontonándose frente a la Ferretería e inmuebles contiguos, lo cual interrumpió el paso por la calle Lamparilla. Toda una imagen dantesca.
Montones de escombros sepultaron a un puñado de valientes, quienes trataron de entrar al edificio para facilitar que las mangueras bañaran el local. En la mayoría de los casos se apartaron con las manos maderos, hierros y piedras, para no lastimar a los que continuaban con vida, y, posteriormente, se rescataron los cadáveres. Hasta la tarde del domingo se extendió el incendio, en tanto los bomberos realizaron esfuerzos asombrosos para rescatar a heridos y cadáveres. El fuego de grandes proporciones de la Ferretería Isassi fue provocado por el irresponsable proceder del propietario del almacén, quien, para evadir los impuestos, no declaró la importación y el almacenamiento ilegal de varias sustancias inflamadas –pólvora y dinamita– ni informó a los bomberos de su existencia.
Al destacar la necesidad de que no se repitieran hechos similares El Eco Militar, un periódico de la época, señaló: “La vida de un hombre, de uno solo, vale infinitamente más que los tesoros y los bienes que amontonar puede la avaricia”; y añadía: “Quien manda debe exigir mayor vigilancia, el rigor de la inspección, la imposición obligatoria de que los poseedores de sustancias explosivas las tengan lejos y bien resguardadas…”.
El 18 de mayo la ciudad amaneció enlutada. Se suspendieron las funciones y bailes de todos los teatros hasta pasado el lunes. Se exhibieron crespones negros en las casas y edificios públicos, sobre todo los situados en las calles por las que debía pasar el cortejo fúnebre.
Se cerraron todos los centros de transacciones comerciales, los buques surtos en la bahía y las instalaciones del puerto, en tanto los consulados izaron sus banderas a media asta. Los periódicos, dedicados al suceso, agotaron temprano sus ediciones. Todo un pueblo lloraba a los caídos.
Durante el incendio de la de la Ferretería Isassi fallecieron 38 personas, cuyos restos fueron velados en las galerías del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la Ciudad.
En la actualidad, en la esquina de las calles Mercaderes y Lamparilla, se exhibe en su fachada una tarja alegórica a los acontecimientos de 1890 y la lista de los nombres de quienes perdieron la vida en el incendio de la ferretería. También puede accederse a un pequeño museo, cuyas vitrinas exponen trajes, cascos, medallas, insignias, pitones, megáfonos, hachas y otros objetos utilizados por los cuerpos de bomberos de la ciudad. Sobresalen la pintura mural en la pared posterior, que escenifica el desastre ocurrido en 1890; el Carro Bomba de vapor de tracción animal utilizado por los Bomberos Municipales (Ayuntamiento de La Habana, 1901); la maqueta de un coche bomba de principios del siglo XX y un extinguidor de tracción humana de 350 libras del siglo XIX.
En la actualidad recordamos aquel trágico hecho, y homenajeamos a quienes, con su heroica actitud, hicieron gala de los más puros y nobles valores humanos. Desde entonces, y a lo largo de toda la historia, los bomberos, han dejado constancia de sus virtudes, que hoy constituyen tradiciones.