Por Susana Torres
Coyolxauhqui es una diosa nahua que siempre se representa como una mujer fragmentada.
La fragmentación pareciera distingir a las últimas obras de Patssy Higuchi. Incluso en su diversidad de técnicas y lenguajes: pinturas, dibujos, collages, cerámicas.
Pero además en todas ellas aparecen figuras femeninas también seccionadas, siempre incompletas.
La deidad es desmembrada por enfrentar a su madre.
Las mujeres fraccionadas aparecen en la obra de Higuchi luego de tener ella nuevamente un hijo. Una hija, para ser más precisas. La primera niña, tras dos varones.
La vuelta a los orígenes. Desde la experiencia renovada de la maternidad a la memoria reprimida del nacimiento propio. Y de allí al Estadío del Espejo (Lacan). La búsqueda ansiosa de la imagen especular. Y su eterno retorno.
Señas perdidas de la madre, redescubiertas ahora en el reflejo de su hija.
El imago, la identidad del deseo que surge de lo hecho pedazos. Aquello que sobrevive la autopercepción inicial de nuestro cuerpo como trozos, antes que como individuos. O individuales. Ese todo que se recompone está formado de restos y partes, desechos propios y ajenos. Incluso de la madre.
Identificaciones que nos muestran incompletas. Esa pérdida que debe ser prontamente asumida para la conformación de la psique femenina. Como si nos faltara una pieza. Muñecas mal armadas en un ensamblaje realizado por otro. Otra (la Madre). Nunca por una misma.
Ese admitir que estamos “mal hechas” ––o incluso “falladas”–– es nuestra iniciación en el papel femenino. Pero la castración que es así hablada, habla al mismo tiempo de un deseo de reconstrucción. De tener deseos nuevos.
El deseo que en Higuchi renace con la (a)parición de su única hija. Y de los recuerdos de la infancia propia que ello suscita. Las carencias más pueriles, que son las más significativas, vuelven para desarmarla. Y recomponerla.
Como en un rompecabezas: la identidad que se reensambla desde los restos. Residuos que son evocaciones primordiales. Incluso prenatales. Viscerales, como en algunos detalles que perturban los autorretratos desplazados que configuran esta muestra. Particularmente ––es significativo–– en los dibujos “recortables”.
“Muñequitas de papel”, o modelos tomadas de las revistas femeninas que pertenecieron a la madre. Niñas “bonitas”, “lindas”, “bellas”, aquí descritas también mediante definiciones textuales. Y mutiladas por los procedimientos artísticos. Cuerpos construidos / destruidos / desconstruidos.
Como en una toma de control de la imagen femenina. De las imágenes y de su percepción misma. Ahora es Higuchi la que corta y recorta para reclamar cada señal del cuerpo. De los cuerpos: el de la madre, el de la hija, el suyo propio.
Juegos de infancia que se trasladan a los juegos de té, moldeados en cerámicas sobre las que Higuchi escribe y pinta –separadas– las frases de canciones que rondaron nuestra niñez. Oraciones dulces y perversas que se quisieron imperativas. Pero ahora la artista escoge qué taza o plato usar. O desechar. O guardar. Lo Simbólico que reordena lo Real. No para meramente unificar o configurar, sino para re-formar.
Re-construir, desde la aceptación de lo fragmentado. Y del vacío. Re-conocerse como finalmente incompleta. Un goce. Y una angustia.
Como en la gestualidad, insinuante o seductora, de las cabezas sin cuerpo que pinta. O las risueñas poses de los cuerpos sin cabeza que dibuja. Retratos desmembrados. Castraciones festivas.
Patssy Higuchi es otra Coyolxauhqui. Una mujer hecha pedazos que se sabe a sí misma, que se reconoce, desde restos y como rastros.