Palabras del Dr. Félix Julio Alfonso López, Coordinador Asistente del Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana.
Rector magnífico Luis Alberto P. García, Carmelo González Acosta, presidente de la Asociación Canaria de Cuba, queridos miembros de esta asociación, estudiantes de la carrera de medicina, compañeros de la Oficina del Historiador de la Ciudad, del hotel Inglaterra, amigas y amigos todos:
El 27 de Noviembre de 1871 tiene un significado especial para la juventud cubana, para los estudiantes de la Educación Superior y para los de medicina en particular. La tradición de conmemorar esta fecha luctuosa en la Acera del Louvre, actual Hotel Inglaterra, se remonta a 1937, a iniciativa del Dr. Emilio Roig de Leuchsenring, primer Historiador de La Habana, en los días tristes de la Guerra Civil Española, preámbulo de lo que sería luego la Segunda Guerra Mundial. Se enfrentaban en la península las ideas de una república popular y social frente a la barbarie oscurantista del falangismo y la dictadura militar.
Como ha señalado en ocasiones anteriores el Dr. Eusebio Leal, la génesis de esta evocación, que fue precedida por el develamiento de una tarja en recordación del valeroso capitán canario Nicolás Estévanez, estuvo muy marcada por aquellas circunstancias históricas, en las cuales no pocos cubanos, encabezados por Pablo de la Torriente Brau, marcharon a España a pelear y a morir por la república:
«En 1937 hacía unos pocos meses que la guerra había comenzado y se decidió tomar una figura como símbolo de las ideas republicanas, de las ideas democráticas, de las ideas, como se llamaba entonces, liberales, y asociarla a un hecho sobresaliente de la historia de Cuba, y se escogió a Nicolás Estévanez. Hay dos figuras importantes del 27 de noviembre, Estévanez y el defensor de los jóvenes, Federico Capdevila, que nos permiten trazar la diferencia entre el carácter noble, generoso y grande de la nación española, y lo que no podemos olvidar nunca: la barbarie de la reacción anticubana, nacida también del mismo vientre y en la misma época, y que se ensañó en Cuba con crueldad ilimitada el 27 de noviembre, al llevar a un juicio injusto, por una causa falsa, a 8 estudiantes de Medicina que fueron fusilados más o menos a esta hora, de dos en dos, en aquella pared».
A mediados de enero de 1869, en La Habana arreció la represión de las compañías de voluntarios al servicio de la Metrópoli española, y fueron numerosos los enfrentamientos con los estudiantes que simpatizaban con la causa independentista. Uno de los más sonados fueron los sucesos del Teatro Villanueva. El otro ocurrió en el Café El Louvre. En ambos lugares se reportaron muertos y heridos. La situación llegó a tales extremos, que en un momento determinado la Universidad no pudo nombrar un celador español porque los alumnos exigían que fuera cubano.
El 24 de septiembre de 1870 el estudiante universitario y miembro de la Cámara de Representantes en la Asamblea de Guáimaro, Luis Ayestarán Moliner, de 24 años, el primer habanero que se incorporó a las fuerzas del Ejército Libertador, fue condenado a muerte por el poder colonial y ejecutado en el garrote vil. El 10 de octubre de 1871, exactamente tres años después del alzamiento de Céspedes, el poder colonial aprobó un decreto que privaba a la Universidad de La Habana del derecho a otorgar el grado académico de doctor en ciencias. Esta decisión obligaba a los aspirantes a viajar al extranjero para intentar alcanzar tan preciado título.
En este convulso escenario, el 23 de noviembre de 1871, un grupo de 45 estudiantes del primer curso de Medicina, resultaron acusados arbitrariamente por un hecho que no cometieron y que fue exagerado adrede por las autoridades colonialistas españolas. Vicente Cobas, el celador del Cementerio de Espada los señaló como responsables de rayar el cristal de la tumba del periodista español Gonzalo de Castañón, director del periódico anticubano La Voz de Cuba, muerto un año y medio antes en Cayo Hueso, el 31 de enero de 1870, en un enfrentamiento a tiros con un patriota cubano llamado Mateo Orozco. La causa del duelo se encontraba en que Castañón se había referido públicamente a las mujeres de la emigración cubana, calificándolas de prostitutas. La injusta acusación contra los jóvenes estudiantes fue apoyada por Dionisio López Roberts, el gobernador político de La Habana.
Un consejo de guerra dictó sentencia de absolución a unos y sanciones menores a otros. Pero los voluntarios protestaron enérgicamente, obligando al general Romualdo Crespo a ordenar un segundo proceso jurídico. Un tribunal integrado por seis capitanes del Ejército Regular y la misma cantidad del Cuerpo de Voluntarios, actuando de una manera arbitraria decidieron encausar a 43 estudiantes, con el siniestro propósito de que señalaran a los posibles responsables de la supuesta profanación.
Tras un oscuro y expedito proceso jurídico caracterizado por reiteradas manipulaciones, de una manera absurda decidieron pedir la pena máxima para ocho de los estudiantes acusados. Finalmente, para dar un escarmiento a la participación del estudiantado universitario en la insurrección contra el poder español, solo dos estudiantes fueron absueltos. Entre los otros castigados, ocho fueron condenados a muerte, once fueron sancionados a seis años, veinte a cuatro años y cuatro a seis meses de reclusión carcelaria. Todos los bienes de los procesados quedaron incautados.
Fueron declarados culpables y condenados a muerte: Alonso Álvarez de la Campa y Gamba de 16 años de edad, Anacleto Bermúdez y González de Piñera de 20, Eladio González Toledo de 20, Angel Laborde Perera de 17, José de Marcos Medina de 20, Juan Pascual Rodríguez Pérez de 21, Carlos de la Torre Madrigal de 20 y Carlos Verdugo Martínez de solo 17 años, quien se encontraba en la provincia de Matanzas el día del presunto delito. Como puede apreciarse en el grupo había tres adolescentes de 16 y 17 años, y del resto ninguno rebasaba los 21 años de edad.
Los estudiantes fueron fusilados a las cuatro y veinte minutos del 27 de noviembre, en la explanada de La Punta. La forma en que los obligaron a enfrentar la muerte fue vejatoria. Los vendaron, les ataron las manos a la espalda, los obligaron a ponerse de rodillas y los fueron ejecutando de dos en dos. Tampoco podemos olvidar a los mártires abakuás que, en una acción temeraria, casi suicida, intentaron en vano salvar la vida de los condenados y fueron cazados a tiros en las calles aledañas al lugar del crimen. También recordamos hoy la inmolación de los cinco héroes negros, ñáñigos anónimos que protagonizaron la protesta armada ante aquel crimen horrendo, el 27 de noviembre de 1871.
Al conocer lo ocurrido, el capitán del Ejército español Federico Capdevila, que había actuado como abogado de oficio en la defensa de los jóvenes, extrajo su espada, la quebró en público como expresión de protesta y renunció a continuar prestando servicios como oficial de las fuerzas armadas colonialistas. Todavía resuenan sus palabras dignas y valientes: «Mi obligación como español, mi sagrado deber como defensor, mi honra de caballero y mi pundonor como oficial, es proteger y amparar a los inocentes: lo son mis cuarenta y cinco defendidos».
A muy poca distancia del lugar, al oír las descargas de fusilería, otro capitán, el canario Nicolás Estévanez, reaccionó de forma similar. Estévanez no solo era militar, sino también un político republicano y hombre de cultura, a quien se deben traducciones en lengua española de Aristóteles, Séneca, Cicerón y Montesquieu. Días antes de la masacre, el 11 de noviembre publicó en La Ilustración Republicana Federal, un artículo titulado «¡Glorias cubanas!», donde se refería con elogio a los poetas Plácido y a Heredia. Poco tiempo después Nicolás Estévanez pedía la licencia absoluta del ejército y el 27 de noviembre, escuchó a lo lejos las descargas de fusilería, mientras ejecutaban a los jóvenes, lo que plasmó en unas notas testimoniales en las que dijo: «Perdí la serenidad al conocer los acontecimientos. Dos camareros me cogieron por el brazo y me escondieron en un patiecito».
Tras el abominable crimen, la Universidad de La Habana fue clausurada. Se hicieron evidentes las profundas contradicciones existentes entre el alto centro de estudios y cualquier forma de opresión y dictadura. Lejos de intimidarse, el estudiantado cubano reaccionó de manera viril y continuó apoyando la causa independentista.
En 1872 circuló en Madrid una hoja impresa titulada El 27 de noviembre de 1871, escrita por José Martí y firmada por Fermín Valdés Domínguez y Pedro de la Torre, dos de los estudiantes detenidos. Esa noche su autor, que en ese momento solo contaba con 19 años de edad, pronunció un emocionante discurso en homenaje a los Ocho Estudiantes de Medicina asesinados en La Habana por el poder español.
Después se conoció un bello poema titulado A mis hermanos muertos el 27 de noviembre, donde Martí expresó en versos conmovedores y resueltos:
[...] Cadáveres amados, los que un día/ Ensueños fuisteis de la patria mía, / ¡Arrojad, arrojad sobre mi frente/ Polvos de vuestros huesos carcomidos!/ ¡Tocad mi corazón con vuestras manos!/ ¡Gemid a mis oídos!/ Cada uno ha de ser de mis gemidos/ Lágrimas de uno más de los tiranos! [...] ¡Y más que un mundo más! Cuando se muere/ En brazos de la patria agradecida/ La muerte acaba, la prisión se rompe; / Empieza, al fin, con el morir, la vida! [...]
En 1873 Femando de Castañón, de 26 años, hijo menor de Gonzalo de Castañón, viajó a La Habana y visitó la tumba de su padre. Allí mismo declaró que el panteón no había sido profanado. Así se confirmó una vez más que los jóvenes estudiantes eran inocentes. Tras muchas gestiones, el rey de España Amadeo I firmó el indulto de los estudiantes detenidos, pero sin rehabilitarlos públicamente por la calumniosa acusación que los había llevado a la cárcel injustamente.
Desde que fue cometido aquel horrible crimen, cada año en esa misma fecha, los estudiantes universitarios y el pueblo cubano en general, parten de la escalinata de la Universidad de La Habana, desfilan por la calle San Lázaro y se concentran en La Punta, frente al monumento que en noviembre de 1889 se erigió en su memoria, obra de José Vilalta Saavedra, que se construyó gracias a la tenacidad de Fermín Valdés Domínguez, y en cuya pared se conservan las huellas de las balas que causaron la muerte a los ocho jóvenes. Allí se les recuerda con profundo respeto, se les rinde homenaje, y se ratifica el compromiso de la juventud cubana de defender la patria frente a cualquier agresión.
Tenía razón el Che cuando dijo en un discurso en la Universidad de La Habana, el 27 de noviembre de 1961: «eran muy jóvenes en ese momento los hombres que estaban luchando contra el poderío español, porque los niños de 15 años, cuando hay de por medio una revolución, no son niños ¡sino que son soldados de la patria!».
Félix Julio Alfonso López
Coordinador Asistente del Colegio Universitario
San Gerónimo de La Habana