Palabras en el acto por el 10 de octubre en la Plaza de Armas, el 9 de octubre de 2015.

 Distinguidos invitados,

El 9 de octubre de 1868 desde horas tempranas, decenas de personas arriban al ingenio Demajagua, en el borde del Golfo de Guacanayabo, perteneciente a la jurisdicción de Manzanillo, en el oriente de la isla. Al caer la tarde, ya suman casi doscientos hombres, algunos armados, o digamos mejor, mal armados para lo que se proponen hacer. En la casa vivienda del ingenio, los dirigentes de la revuelta discuten planes, acciones e ideas del levantamiento. Se repasa un texto que después se conocerá como Manifiesto del 10 de octubre o Declaración de Independencia. El líder principal y dueño de la fábrica de azúcar y melaza, ordena a la dotación de esclavos tocar sus cánticos, luego se arrodilla ante la efigie de la Virgen de la Caridad del Cobre a quien se encomienda y pone a sus pies la suerte de la empresa que comenzará al amanecer. No se duerme en la espaciosa estancia, en pocas horas esos hombres desafiarán al poderío militar de la colonia. Harán historia.

Al alba del 10 de octubre, los Figueredo, Calvar, Aguilera, Izaguirre, Masó, Codina Polanco, Hal, Peralta y otros apellidos ilustres de la zona, rodean a un hombre de baja estatura, movimientos ágiles y enérgico en su hablar, quien se dirige a los reunidos, les explica el propósito de la reunión, declara los principios del levantamiento insurreccional, otorga la libertad a sus esclavos propios, a los que invita a incorporarse a la hombrada y les toma juramento a todos, hombres y mujeres, blancos, negros y mulatos, terratenientes, comerciantes, libertos y esclavos.

Un testigo presencial escribió con posterioridad sobre este momento dramático, cuando los congregados en la explanada del ingenio escucharon al abogado Don Carlos Manuel de Céspedes vocear estas palabras: “¿Jurais vengar los agravios de la patria? Juramos, respondieron todos. ¿Jurais perecer en la contienda antes que retroceder en la demanda? Juramos, repitieron aquellos. Enhorabuena, añadió Céspedes, sois unos patriotas valientes y dignos. Yo por mi parte juro que os acompañaré hasta el fin de mi vida,  y que si tengo la gloria de sucumbir antes que vosotros, saldré de la tumba para recordaros vuestros deberes patrios y el odio que todos debemos al gobierno español”[1]. Aquellos hombres cumplieron con su quijotesco juramento

De esta forma, Céspedes y sus acompañantes cortaban el nudo gordiano que significaban las principales e insalvables contradicciones que atenazaban a la sociedad criolla y cubana de entonces: la de amo-esclavo, esclavitud-desarrollo económico y colonialismo-identidad nacional.

Encabezó Céspedes a un grupo de cubanos que encarnaron las mejores ideas de su tiempo. A través de ellos se continuó, en la mayor de las Antillas, la gesta libertaria iniciada por la revolución haitiana. Aquellos hombres habían sido fuertemente influidos por las ideas que echó a rodar la Revolución Francesa, por la victoria de los estados norteños en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos o, lo que es lo mismo, por el triunfo en ese país del abolicionismo y del republicanismo; por el libe­ralismo europeo, y, muy especialmente, por la enorme obra independentista de Simón Bolívar.

El liberalismo radical y la masonería levantisca en la que creían y militaban los líderes del levantamiento, les hizo apostar por la participación de las mayorías, y englobó en sus reclamos a todos los cubanos, inde­pendientemente de su condición social. Este democratismo radical o revolucionario, como se prefiera llamarlo, le agregó al componente liberal el alcance popular de la revolución. Fue el proyecto político capaz de movilizar a miles de hombres en la guerra de 1868-1878 y de mantenerlos en la batalla en las más duras condiciones durante toda una década.

El otro elemento esencial  fue su alcance nacionalista. Para los hombres de 1868, la República en Armas no fue una entelequia con­ceptual (a pesar del daño que en el orden práctico le causó el iluso doctrinarismo esgrimido por una parte de la dirección revolucionaria), fue la genuina creación revolucionaria cubana que emergía de las brasas teóricas de las ideas más progresistas de la época y de la desesperación ante las iniquidades del sistema colonial. Aún más, Céspedes fue un pensador que comprendió cabalmente la necesidad de la unidad continental implícita en la obra bolivariana, y así dejó constancia de ello en su escritura de campaña. José Martí, años más tarde, lo vio así: «En Europa la libertad es una rebelión del espíritu: en América, la libertad es una vigorosa brotación»[2].

Carlos Manuel de Céspedes emblematiza a los hombres que dieron el esfuerzo  para iniciar el empujón libertador. Hombre de vasta cultura, no cae en tentaciones autonomistas o anexionistas por más atractivo que pueda resultar a todo liberal el poderoso vecino del Norte con sus modernas instituciones democráticas y el culto a los derechos individuales, conceptos que le eran personalmente muy caros. Cuando se enfrenta al dilema de evolución o revolución, Céspedes elige conscientemente la segunda, pues ha llegado a la conclusión de que la solución reformista está agotada. Cuando inicia su praxis como presidente de una república itinerante, vislumbrada más que cierta, diseña la verdadera república que concibe con todos los aditamentos de una nación moderna y pone el  énfasis mayor en el carácter civilista de esta. En todo momento Céspedes está pensando en su país, lo moldea como un escultor, lo traza como un arquitecto, lo percibe como un artista, pero lo hace desde la manigua y a riesgo de su vida cada día. Hay mucho de creador en su concepción de la república cubana, quizás tanto de la inspiración del poeta como de la precisión del jurisconsulto.

Enarbolar la idea de la independencia desde la posición armada fue una nueva forma de postular la nueva aspiración: la revolución. Convocar a la insurrección desde el primer instante, otorgando la libertad a sus esclavos como gesto emblemático, significaba dar la señal de que para cualquier intento revolucionario presente o futuro la abolición era la condición sine qua non.

Este hombre ilustrado, políglota, masón, abolicionista, humanista y liberal radical, reúne muchos rasgos que indican su condición de encrucijada de signos, de cruce de caminos del despertar de una conciencia para los cubanos. El aporte fundamental del pensamiento político de Carlos Manuel de Céspedes fue la nueva calidad que le confirió a la categoría independencia nacional. El férreo abolicionismo que lo animó, su abierta política de ascenso de libertos y esclavos emancipados a los más altos grados del Ejército Libertador su labor proselitista y de alianza con la Iglesia, también con los españoles no enemigos de la causa mambí y con las capas sociales más humildes, y su espíritu unitario para con todas las fuerzas patrióticas envueltas en el conflicto, configuraron una estrategia que constituyó el legítimo anticipo del posterior empeño mesiánico de Martí y de su cardinal tesis republicana, «con todos y para el bien de todos». Uno de los saldos más importantes en el terreno de las ideas de la revolución de 1868-1878 consistió en dejar sólidamente establecido el nuevo independentismo en la cultura política nacional.

La gesta liberadora del 68 fue nuestro primer esfuerzo serio por acceder a la modernidad de la que nos privaba el estatus colonial. El movimiento de ideas dejó de ser un asunto de gabinete para convertirse en la acción de miles de hombres que lo sacrificaron todo, hasta sus vidas, por defender sus preceptos y llevarlos a su consumación definitiva. La república dejó de ser un sueño y se dibujó en la manigua, en las prefecturas, en el Ayuntamiento del Bayamo libre[3], en la controvertida Cámara de Representantes, en los emisarios y agentes que como palomas mensajeras llevaron volando la correspondencia y envíos de Céspedes desde los campos insurreccionados hasta las repúblicas americanas y europeas. Cuba comenzó a dejar de ser un concepto colonial inmóvil, una plantación de azúcar, para trocarse en una nación herida por la idea de ser «una nación para sí».

Las concepciones de los hombres del 68 y, en primer orden, las de Carlos Manuel de Céspedes,  guiaron todo el esfuerzo germinador. La idea necesitaba de pensadores, y el bayamés fue la expresión más alta de esa necesidad. Aún más, esta idea necesitaba de una eticidad, y esa otra urgencia se satisfizo también con la conducta de aquellos hombres que murieron como verdaderos héroes  para dotar al país de algo tan necesario como el pensamiento: el sentido del honor.

La revolución del 68 emancipó de las rejas a las ideas, y le entregó a la posterior dirección revolucionaria la ideología indepen­dentista como formidable instrumento de agitación y combate políticos. Martí, en su momento, tomará este ideario y le insu­flará, como elementos nuevos, su proyección antimperialista, su contenido antillanista y latinoamericanista, y una concepción organizativa superior. Si con Félix Varela se inició, cierto de toda certidumbre, el proceso de emancipación intelectual del criollo; los independentistas del 68, bajo la dirección de Carlos Manuel de Céspedes, iniciaron en 1868 el proceso de emancipa­ción político-social de Cuba. Él fue, dentro de su generación, el hombre capaz de leer y descifrar los códigos ocultos que dan fundamento a una nación.

Por esas razones estamos reunidos hoy aquí, bajo la efigie del gran bayamés, en este acto que ritualmente celebra nuestro entrañable Eusebio Leal cada año, en conmemoración de los hechos que configuraron el día más importante de la historia patria y en honor a los cubanos que tuvieron el coraje y la bravura de levantarse en armas contra el colosal poderío militar de la España colonialista un 10 de octubre hace ya ciento cuarenta y siete años. Esos varones, los padres fundadores, nos legaron la necesidad de una república, el espíritu civilista que esta requiere, así como los códigos libertarios y de justicia social recogidos por los revolucionarios del siglo XX. A todos ellos nuestra eterna gratitud. Muchas gracias.

Dr. Rafael Acosta de Arriba

La Haban, a octubre



[1] José María Izaguirre, Recuerdos de la Guerra, Editorial Cuba, , La habana, 1936. Página 13.

[2] José Martí, Obras Completas, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963-65. (tomo 4)

[3] La ciudad de Bayamo fue liberada por los insurrectos al mando de Céspedes y ocupada como capital de la revolución por 83 días en los primeros meses del alzamiento. Es una ciudad del sureste oriental del país.

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