Por Yenisel Osuna Morales, Especialista del Museo de Arte Colonial
El paisaje es acaso de los géneros tradicionales uno de los más subvalorados dentro de la recepción artística actual. Ante el avance convulso de un tipo de arte, propenso cada vez más al discurso críptico y cerrado y que reclama como canal de gestación y presentación las nuevas tecnologías o nuevos medios, el paisaje ha terminado siendo expresión artística de rango menor. Según consideran muchos, detenido en el acto contemplativo o destinado a la decoración, limitado a ostentar un despliegue de virtuosismo técnico a la vez que se desentiende de complejidades semióticas o de un lenguaje construido desde la ambigüedad estética, más inductivo de sensaciones que movilizador del pensamiento. Recelo, prejuicio, y hasta repulsión son actitudes frecuentes cuando se menciona al género, lo cual tuvo su más clara verificación en el escaso público joven asistente a la segunda edición del Evento de Paisaje que se organiza en el Museo de Arte Colonial en coordinación con la curadora Noemí Díaz.
Lo cierto es que tradición no es sinónimo de obsolescencia y la pervivencia de una tradición ha dependido históricamente de la constante actualización de sus códigos. El paisaje, entre los géneros artísticos más tradicionales, nunca ha cesado de replantearse. Iconográficamente ha transcurrido por varios períodos de representación, desde fungir como mero fondo o entorno para ubicar en contexto la escena protagónica, hasta constituirse como paisaje autónomo, puro, panorámico. De representaciones de temática religiosa o míticas, hasta ser legitimado el paisaje social. De imágenes muy arquetípicas y simples, a una iconografía más compleja que parte de un alto nivel de detalle y realismo en las representaciones, para luego validar ambos modos de representación: poéticas que privilegian la intención mimética y hasta hiperrealista, y otras que optan por las posiciones más creativas.
De manera que los planteos del género continúan expandiendo sus contornos y una vez más es necesario repensar aquellas características que lo catalogan, en tanto el modus operandi hoy comparte los presupuestos identificadores del arte contemporáneo. Si antes existía una especialización dentro del género donde cada pintor se dedicada a un tipo de paisaje específico, dígase marinas, paisaje urbano, rural, ideal o fantástico, entre otra gran diversidad de tipos, o bien el género era concebido exclusivamente como género pictórico, hoy, dado el carácter hibridatorio, y las convivencias morfológicas tan propias en las exploraciones artísticas contemporáneas, encontramos un paisaje en gran medida renovado.
Permeado de este espíritu de renovación estética se organizó la segunda edición del Evento Paisajes en la Oficina del Historiador, el cual contempla como primera premisa la presentación de obras contemporáneas desde la fotografía, el grabado, el dibujo y la instalación. La incorporación de técnicas alternativas para un género que tradicionalmente era entendido como género pictórico; los entrecruces tipológicos, la gran variedad temática y formal, y la exigencia de un público que deba valerse de herramientas decodificadoras del discurso ambiguo son algunos de los principios planteados en esta propuesta curatorial.
Cuatro fueron las exposiciones presentadas en el Evento: una de grabado, constituida por obras de ocho artistas; otra bipersonal de fotografía donde se ponen a dialogar a dos generaciones del medio: José Manuel Fors y Jorge López Pardo, cuyas poéticas muy diferentes convergen en la sala del entresuelo del Palacio de Lombillo. Asimismo, se exhibieron obras de catorce artistas contemporáneos, algunos emergentes y otros de más larga trayectoria artística. Incluyó también una muestra de obras de La Vanguardia pertenecientes al Fondo de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes, en su mayoría inéditas, y que constituyen exponentes de una primera ruptura con el paisaje tradicional académico que se evidenció en la época de la Colonia.
Las obras se movieron entre el humor, la ironía, la caricaturización de personajes y las apropiaciones estéticas en piezas como Ópera cubana de Reinerio Tamayo; la intención lúdica asimismo, evidenciada en las fotografías de López Pardo, quien juega con las falsas apariencias para dar nuevo significado a las imágenes representadas. Mario García Portela, consagrado paisajista, ofrece también una mirada fresca al género, descontextualizando esta vez, al elemento natural (árbol) de su ámbito habitual para colocarlo contra fondo neutro, blanco, como único protagonista del cuadro, quedando magnificado en un plano único cual retrato de personaje. La dignificación también de unos zapatos a la manera de un Van Gogh (Contratiempo de Arturo Montoto). La representación de una tormenta, colocado el relámpago en el centro de la composición, y replanteando así los modos convencionales de representación del llamado paisaje estelar o nublado (S/T de Frank Mujica). Por su parte, Manuel Fors nos presenta desde la instalación fotográfica un panorama fragmentado, la obra descompuesta en minúsculas piezas cual juego de rompecabezas que incita a construir el paisaje propio.
Estas, entre otra gran variedad de obras, no solo contemplaron nuevas indagaciones formales, sino que temáticamente exponen tópicos de interés que giran en torno a construcciones y proyectos utópicos, a los imaginarios colectivos, y a algunas problemáticas sociales que llegan a incluir cuestionamientos de incumbencia política.
A partir de eventos de esta índole queda explícita la importancia de revalorizar y recontextualizar al género, verificándose la constante necesidad de establecer un diálogo entre nuestras tradiciones y nuestra actualidad. De manera que el retomar una tradición implique su rescate, a la vez que su reinterpretación y renovación de códigos y, así, lograr una identidad auténtica que ineludiblemente debe sustentarse en las referencias del pasado.