Alfonso Caso Andrade y Manuel Rivero de la Calle en el altar de la Casa de México

 Por Teresa de Jesús Torres Espinosa

A la época de los antiguos pueblos aztecas, mayas, purépechas, nahuas y totonacas se remonta la celebración del Día de los Muertos, una de las más arraigadas y perdurables tradiciones del pueblo mexicano.

Cada dos de noviembre se reedita la costumbre, que, ligada indisolublemente a las esencias del México profundo, toca las raíces de su identidad y cultura.

Los altares, levantados en las casas mexicanas para recibir a sus difuntos, hablan del gozo del reencuentro y todos los presentes se dejan envolver por los aromas del incienso, el mole, el tequila y el chocolate, que se comparten con los antepasados. Se alejan el luto y el recogimiento, para disfrutar de momentos festivos y de alegría; se trata de un tributo a la memoria contra el olvido y el abandono.

Los retablos permanecen iluminados con velas durante varios días y se entremezclan imágenes de santos, fotos de los muertos y numerosas ofrendas con platos típicos de la cocina mexicana; resaltan también los adornos de papel y coronas de rosas, girasoles, y principalmente de cempaxóchitl, pues se cree que estas flores atraen y guían las almas de los muertos.

En esta festividad abundan el pan de muerto, “panecillo dulce elaborado a base de huevo que se hornea en diferentes figuras, desde simples formas redondas hasta cráneos”, vasos de agua, cigarros y para las almas de los niños se ofrecen juguetes.

Símbolos comunes de estas ceremonias son las calaveras de dulce, que consumen parientes o amigos; pueden exhibir los nombres de los difuntos en la frente y, en algunos casos, de personas vivas en forma de broma modesta, con lo cual no se ofende el aludido.

Se asegura, además, que en el período prehispánico era común la práctica de conservar los cráneos como trofeos y mostrarlos en esta festividad, pues simbolizaban la muerte y el renacimiento.

En 2003, en París, Francia, la UNESCO reconoció a la celebración del Día de Muertos como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, por ser “…una de las representaciones más relevantes del patrimonio vivo de México y del mundo, y una de las expresiones culturales más antiguas y de mayor fuerza entre los grupos indígenas del país”.

Sus ecos llegan cada año hasta la Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez, que, enclavada en una construcción de finales del siglo XVIII en el entorno colonial habanero, es, desde 1988, el principal centro difusor de la cultura mexicana en Cuba. A modo de réplica, en el inmueble de Obrapía núm. 116 se levanta un altar que esta vez se dedicará a los arqueólogos Alfonso Caso Andrade, de México, y Manuel Rivero de la Calle, de Cuba.

La festividad, que coincidirá con los 26 años de creada la institución, incluirá, asimismo, la apertura de la muestra Cerámicas arqueológicas mexicanas en La Habana, en colaboración con el Grupo de Arqueología de la Empresa Puerto Carena y el Gabinete y Museo de Arqueología.

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