Por: Magda Resik Aguirre
Emilio Roig de Leuchsenring renace entonces a diario, en cada gesto creador de sus fieles seguidores, en la Oficina del Historiador que tuvo a bien fundar. Para Eusebio Leal Spengler, el hombre que supo prolongar en el tiempo la lucidez del venerado historiador, periodista y abogado cubano, Emilito ha sido norte y asidero al obrar.
Lo conocí poco después del triunfo de la Revolución recuerda Leal. Comencé a trabajar en los primeros días de agosto de 1959, en el departamento de Ingresos del Gobierno Revolucionario Municipal. Entonces era frecuente encontrar los libros del Doctor Roig en distintos lugares del edificio, mucho más en las secretarías donde había un nivel cultural sólido pues se trataba de abogados y municipalistas que estaban participando en la reestructuración del gobierno urbano a partir del triunfo. Sobre todo unos libros preciosos que se llaman Los Monumentos Nacionales de la República de Cuba (Tomos I y II, Plaza de Armas y Plaza de la Catedral, y un tercer tomo, igualmente voluminoso y facsimilar, del proyecto de Silvestre Abarca para la fortificación de la loma de La Cabaña).
Todas eran ediciones municipales, porque entonces, en el municipio, la vida cultural era muy intensa. Había una comunicación directa con la Extensión Universitaria y se realizaban muchos actos, conferencias, espectáculos teatrales en la Universidad de La Habana. Y la Extensión invitaba a la dirección cultural del municipio a participar. Por esta vía supe que existían otras publicaciones periódicas del Doctor Roig, entre ellas una colección maravillosa, los Cuadernos de Historia Habanera, que se editaban en un material rústico y se regalaban a las escuelas, a los maestros, a personas interesadas. Después descubrí que él era muy exigente en cuanto a regalar, cosa que hacía cuando se le probaba el interés. De lo contrario era una pérdida de tiempo porque el financiamiento de la Oficina del Historiador era muy limitado.
Los textos muchas veces salían a la luz por su empeño en una determinada obra; las promovía entre amigos que tenía en las imprentas, litógrafos y expertos en fotograbado, para ilustrar con las fotos de Benjamín Castillo, que era su fotógrafo.
Entonces yo quise ir a su oficina – la Oficina del Historiador – que ocupaba la planta baja de la Casa Lombillo. En la planta alta estaban Prevención y Asistencia Social que dirigió desde el primer momento Aida Santamaría Cuadrado, la hermana de Abel, Haydée y Aldo miembros de la familia a los cuales conocí posteriormente. Roig ocupaba el entresuelo. Él llegaba puntualmente después del desayuno. Venía caminando desde su casa de la calle Tejadillo, entraba en la Plaza de la Catedral y se iba directamente a su oficina.
La Oficina de Emilio Roig es hoy parte de un museo que atesora sus recuerdos / Foto Alexis Rodríguez
Al llegar yo a la Oficina por primera vez, me encontré en la planta baja con Alfredo Zayas, alguien que tuvo un alto significado para mí como lo tuvo para Roig: era su referencista y fue el mío por muchos años, cuando la idea de la computadora era impensable tanto para el maestro como para el discípulo. Zayas me llevó rápidamente a la biblioteca las bibliotecas siempre tuvieron para mí un atractivo extraordinario, por ser sitios donde se podían leer libros y recibirlos en carácter de préstamo sin comprarlos. El primer salario que recibí en septiembre de 1959, lo empleé íntegramente en algunas necesidades perentorias y suntuarias, y en pagar una deuda de libros.
Zayas me presentó a Victoria Valle Espinosa la guardiana de la biblioteca y poco después me introdujeron al conocimiento de la secretaria de Roig que era su hija adoptiva y querida Gladys Monteagudo. Fue ella, precisamente, quien me llevó a María Benítez la compañera del Historiador -, una mujer de gran carácter y personalidad, derecha, alta, joven, que estaría frisando en ese momento los treinta años -, pero en esa ocasión no lo conocí a él.
El Museo Municipal me atraía muchísimo y estaba también en la planta baja de la Casa Lombillo, junto al archivo y la biblioteca. Allí había cosas curiosísimas, el carro bomba, las ropas y grillos de los estudiantes de 1871, machetes mambises y una fascinante colección de objetos aborígenes.
Con ese pretexto, que era una motivación más bien, iba allí todas las semanas. Por esa época surgió un debate en la Juventud Católica sobre una publicación del Doctor Roig: La iglesia católica y la independencia de Cuba. Se vertieron muchas opiniones, entre ellas las mías. Posteriormente profundicé en el pensamiento de Francisco González del Valle, cuyos apuntes e investigaciones, en los cuales aparecía un listado inédito de los sacerdotes que habían luchado por la independencia de Cuba, le habían servido a Roig para edificar su teoría. En ese momento poseía yo una formación cristiana, más que una cultura cristiana y aunque tenía una vocación ecuménica y una inclinación al diálogo con todo el mundo que me rodeaba, no dejaba de estar influido por el concepto sectario de que fuera de la Iglesia no hay salvación.
Dándome cuenta del error que había cometido, de las desacertadas opiniones vertidas, y siendo un habitual de la Oficina, decidí que el único camino posible era la reparación pública donde se había producido mi intervención -, e ir a ver al interesado.
Enseguida solicité verle y María me preguntó que para qué. Le conté lo que me había pasado y mi intención reparadora. Ella me miró profundamente y me dijo: pase. Roig estaba sentado ante su buró, correctamente vestido de blanco como era su hábito en verano -, estaban los libros de consulta a su lado, el atril colocado, las fichas de Zayas que después supe eran suyas
y entonces le expliqué. Cuando terminé no dijo nada. Se incorporó y me hizo con los brazos un gesto, como diciendo: aquí esto se acabó.
Ahí comenzó la verdadera amistad y creció mi admiración por ese hombre. Y empecé a interesarme seriamente no sólo por ese tema, sino por el de la historia de Cuba que siempre me había motivado, por la Habana que fui descubriendo a partir de sus libros, por la visión de la ciudad patrimonial que sólo referencialmente había tenido en algunos paseos infantiles, pero no como en aquel momento particular, viviendo en ese corazón de La Habana, que es el otrora Palacio de los Capitanes Generales. Aquella edificación era un bullicio de más de quinientos empleados y cientos de contribuyentes, y yo lo imaginé como un lugar de la cultura.
Con el apoyo de aquél a quien Roig llamaba cariñosamente primo, aunque no eran familia, Gonzalo Roig y con Zoila Salomón, su esposa, realizamos un concierto semanal en el patio del Palacio, motivado por el poema en bronce, inscripto en sus paredes, de la autoría de Ángel Augier.
Premiando al autor del poema al patio del Palacio Municipal, se produjo la comunicación con Augier y con otros hombres de la cultura como José Zacarías Tallet, muy amigo de Emilito Roig desde la juventud. Entré en un círculo que se fue abriendo.
Cada semana Roig sostenía una reunión en la cual nadie podía participar más que los que estaban convocados, como Enrique Gay Calbó, el historiador de la bandera y el escudo; José Luciano Franco, el biógrafo de Antonio Maceo; Hortensia Pichardo, la biógrafa de Carlos Manuel de Céspedes, quien junto a su esposo Fernando Portuondo ejercían el magisterio en el colegio universitario de La Víbora; Herminio Portell Vilá quien poco después se fue de Cuba, entre otros. Allí se discutía sobre historia, con el pretexto de un encuentro familiar con Emilito.
¿Por qué Emilito?
Siempre admiré que siendo un hombre tan mayor para mí, con más de setenta años murió en 1964 y pude tratarlo sólo durante tres años -, lo llamasen Emilito. Los amigos nunca le dijeron Doctor Roig y mucho menos Emilio.
Había sido el más joven de una generación que no vaciló en bautizarlo como el infante terrible, porque era el polemista, el periodista capaz de salir al paso, el hombre de trabajo incansable; tenía en aquél momento una figura juvenil, siempre tan sonriente y aunque con el tiempo se volvió más grave, lo nombraron Emilito.
María le llamaba así: Emilito mira
Otros le decían: Emilito, mire. Yo estaba entre esas personas, nunca lo tuteé, siempre le dije usted.
Foto Alexis Rodríguez / Habana Radio
¿Cómo era en apariencia ese hombre que usted conoció?
Era más bajo que alto, María era un poco más alta que él; robusto, quiere decir fuerte, y de color sano; ni él sabía lo que se manifestó después: sobrevino la enfermedad que lo privó de poder hablar, cosa que fue terrible. El médico familiar se empeñó enormemente en curar los daños que sufrió en las cuerdas vocales. Su voz era fuerte y poseía una mirada escrutadora y profunda; miraba a los ojos; llevaba el pelo muy corto, al estilo alemán; más grueso que delgado; ágil a pesar de que ya se le notaban los años vividos que habían sido intensos, de grandes batallas y disgustos.
Apenas tres años antes del triunfo de la Revolución se produjo la gran lucha por la colocación de la estatua de Carlos Manuel de Céspedes en la Plaza de Armas, que le aportó muchos sufrimientos ante la deserción de algunas personas que consideraba amigas y que nunca debieron traicionarlo; además de su enorme tristeza por los acontecimientos de Cuba que se vieron ampliamente reparados cuando triunfó la Revolución.
Lo vi vestido de miliciano. Era un tribuno de conferencias. Los medios han conservado pocas imágenes casi ninguna, encontré solamente un fragmento de cine donde aparece. Le gustaban más los gatos que los perros. Tenía un gato llamado Negrito que hacía una gracia para él: subir a la cabeza de la estatua de Fernando VII, cuya escultura estaba en el patio del Palacio, y bajar saltando del hombro al brazo.
Roig salía al patio, se ponía a jugar con Negrito y hacía toda una apología del gato expresando que era mucho más sincero, franco, honesto y selectivo que el perro, que le menea el rabo al primero que le da comida.
Emilito no fumaba, sí le gustaba tomar daiquirí. Desayunaba después lo supe -, un bistec casi crudo y un daiquiri. De ahí se iba a su oficina a las ocho de la mañana donde trabajaba hasta poco más de la una de la tarde. Después reposaba y estudiaba porque ya los empleados no volvían. Había una gran productividad en las mañanas, espacio de tiempo en el cual no se admitían visitas antes de las diez porque hasta esa hora estaban picoteando los periódicos, recortando la prensa para la colección facticia y eran muchos ejemplares. En eso se atareaban los miembros del equipo todo.
Después de las diez se podía acceder y se sentía el rumor del trabajo. Cuando yo pasaba por la calle a esa hora, veía a Gladys con su larga trenza escribiendo en la máquina Underwood.
Roig tenía muy buena letra. Cuando repasamos sus escritos encontramos la caligrafía de los alumnos de su tiempo y sabemos de la facilidad de memorización, de su gran retentiva. Recordaba citas precisas porque como te decía, no era un tiempo de computadoras, sino de referencias y de memoria.
De qué modo fundamenta usted la consagración de Emilio Roig a sistematizar un pensamiento cubano y antiimperialista?
Roig bebió en la fuente de los padres de la independencia. Por eso, en su libro Tradición antiimperialista de nuestra historia, que es una conferencia, escoge pensamientos de Martí, Maceo, Máximo Gómez, Calixto García, Manuel Sanguily
con los cuales resume el ideario antiyanqui de los padres fundadores, confiriendo gran importancia al pensamiento de José Martí, al cual consideraba la máxima expresión de la vocación nacional y antiimperialista del pueblo cubano.
Es más, llega a la conclusión de que una persona honesta podía tener cualquier otra discrepancia, pero no podía negar la ingerencia, el papel nefasto que había jugado hasta nuestros días la posición del estado norteamericano hacia la Revolución cubana iniciada por Céspedes.
En otro ensayo brillante La intervención norteamericana: mal de males de la Cuba republicana y en Historia de la Enmienda Platt: una interpretación de la realidad cubana, que es su obra capital, se preocupa por separar de esa política hostil no ya al pueblo, sino a una selección de hombres públicos, intelectuales, militares norteamericanos que después de la Guerra Civil defienden la causa cubana sinceramente. Al mismo tiempo, acusa y desenmascara al estado imperialista que nunca quiso la independencia de nuestro país, que desoyó el llamamiento de los libertadores en 1868, que condenó como piratas y filibusteras las expediciones mambisas que zarpaban del territorio de los Estados Unidos y que en definitiva, mantuvo el status quo y su política hacia España, también artera hasta el momento en que sus intereses se ven en peligro y les es conveniente intervenir.
Roig admiraba profundamente el trabajo del historiador Ramiro Guerra sobre la expansión de los Estados Unidos y a Herminio Portell Vilá por su fundamentada obra Historia de Cuba en sus relaciones con Estados Unidos y España. Era un estudioso consciente y no sólo recopiló y convirtió en doctrina, sino que también fue el mentor de una generación de intelectuales antiimperialistas, patriotas y cubanísimos, de los cuales fue el más radical y combativo, si excluimos lógicamente a quienes él tanto admiraba: Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena. No olvidemos que se conserva el manuscrito donde Mella describe a Emilito como maestro en estas lides contra el imperialismo yanqui.
Le he escuchado repetir en reiteradas ocasiones que Emilio Roig fue el padre fundador de la Oficina del Historiador actual. En nuestros días, ¿dónde podemos reconocerlo como tal?
Emilito siguió las huellas de historiadores precedentes que se aplicaron a La Habana. Por ejemplo, gustaba de la norteamericana Irene A. Wright y su Historia documentada de San Cristóbal de La Habana. Admiraba la obra de Arrate, Valdés y Urrutia, la de Bachiller, la de José María de la Torre
y en ellos y en los cronistas de Indias cree que está la base de una historiografía habanera.
Pero no olvidemos que Roig defendió mucho una doctrina, la del municipio. Escoge unas palabras para colocarlas en una lápida en el Palacio Municipal y toma un pensamiento de Martí: Esa es la raíz, y esa es la sal de la libertad: el municipio. Tenía un amigo extraordinario Ruy de Lugo Viña, un municipalista brillante que elaboró junto a Roig la doctrina de la intermunicipalidad. Ellos recorrieron América Latina tratando de unir a los países desde la raíz: los ayuntamientos y municipalidades. Por eso, cuando más tarde Lugo Viña muere en un accidente aéreo, en el momento en que actuaba como un emisario de la ciudad de La Habana y del propio Historiador para la creación de la Unión de Capitales Iberoamericanas, confirmamos que fue el precursor de la necesidad de fomentar una historiografía de la capital de Cuba.
A eso se debió su batalla con el alcalde Pepito Izquierdo, durante el período del machadato, cuando se concibe a La Habana como una especie de distrito central, algo parecido al Distrito Federal en Ciudad México. Por un tiempo la capital pierde el carácter de municipio que a él tanto le importaba. De ahí su acometida por rescatar las Actas Capitulares que a casi nadie le interesaban, donde él distinguía el acerbo de los conocimientos sobre la ciudad de La Habana y la acogida al exiliado español, el profesor paleógrafo Jenaro Artiles, para realizar los primeros trabajos de transcripción científica y publicación de las Actas.
Cuando funda la Oficina del Historiador la crea con un sentido moderno. No va a ser ese viejo abogado o intelectual que en muchas ciudades es como el historiador que todo lo sabe y está ahí para toda la vida. Él lo estuvo, pero lo más importante es que le dio a su obra un sentido contemporáneo, de avanzada. Junto al archivo coloca el museo, una forma didáctica de ilustrar las conferencias, los recorridos y ofrecer motivaciones. Levanta monumentos, como los que erigió en la Plaza de la Fraternidad apoyado en la municipalidad consagrados a Bolívar, San Martín, Artigas
De ahí que nosotros hayamos continuado esa tradición hasta colocar allí una cifra cercana a las veinte estatuas.
También le dio vida a las publicaciones y a múltiples conferencias, además de su aporte personal a la Oficina con su presencia continua en la prensa nacional, una vez cumplida su promesa al director de Carteles, el señor Quiles, de concebir un artículo semanal para la revista. Y el aporte para transformar a Social, de un magazín frívolo en una maravillosa publicación, junto a su inseparable amigo Conrado Massaguer, que no era sólo un artista y lo secundaba en sus ideas pues exhibía el mismo sentido de la modernidad. Baste ver el diseño y las ilustraciones de Social para comprender lo que Massaguer significó para Emilito.
Roig también se apoyó mucho en lo que creó como institución: los congresos nacionales de Historia que dirigió hasta el decimotercero y que no sólo realizó en La Habana. Buscó apoyos legítimos que no comprometieran la corriente del pensamiento, para desarrollarlos en Sancti Spíritus, Santiago de Cuba, Trinidad
Destacó además, por su soporte a los historiadores locales sin pretender dominar una organización nacional sino inspirando su trabajo; ese respeto extraordinario hacia los historiadores que laboraban en los pueblos y municipios cubanos, más de hecho que por derecho en muchos casos. Él era Historiador por derecho propio, porque estaba designado pero era respetado por alcaldes de distintas corrientes políticas, desde los auténticos hasta los que llevaron al poder a Batista.
La posición de Roig era transparente. No firmó los famosos estatutos que daban apoyo moral a la tiranía y que rubricaron incontables personas de distintos sectores sociales. Se manifestó siempre fiel a sus ideales republicanos, en su batalla por la República española; en su cruzada por la soberanía de Puerto Rico y su amistad indeclinable con Don Pedro Albizu Campos; en su defensa feroz de Rafael Cancel Miranda, Irving Flores y Lolita Lebrón; en su solidaridad con el pueblo palestino y el mundo árabe, cuando logra que el judío Marcus Matterin escriba un opúsculo y traduzca al hebreo pensamientos e ideas de Martí (comprende el drama del holocausto y sus consecuencias, pero al mismo tiempo no abandona la justa causa de los pueblos árabes).
Emilito fue el alma del Grupo Minorista, visitaba el bufette de Fernando Ortiz y de José Antolín del Cueto, recibió a Federico García Lorca en su estudio colindante con la Bodeguita del Medio, abrazó a Ramón del Valle Inclán a su llegada a La Habana, tuvo una amistad grande con Alejo Carpentier.
Don Fernando era el mayor de los amigos. Todos andaban metidos en grandes lides: el propio Ortiz en la batalla por la Biblioteca Nacional, Roig no vacila en iniciar un pleito como presidente de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos, crea la Junta Nacional de Arqueología y Etnología, se preocupa por los grupos Hatuey y Guamá, ayuda a los profesores Francisco Prat Puig y Felipe Martínez Arango en la fundación de la Universidad de Oriente y se solidariza con el nacimiento de la Universidad de Las Villas, por tratarse de las únicas altas casas de estudio fuera de La Habana.
Su obra magna fue la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales. El primer discurso suyo de alcance universal es el que escribe sobre la invasión de la República Dominicana por los Estados Unidos y los derechos de las pequeñas nacionalidades de Nuestra América. Lo pronunció en el foro mundial y mereció el elogio del Doctor Antonio Sánchez de Bustamante, juez cubano del Tribunal Permanente de Justicia Internacional de La Haya y Rafael Montoro, el gran autonomista, quien a pesar de las distancias y de su papel en la historia de Cuba, lo felicita.
Su vida pública pasaba continuamente por encima del cargo de Historiador de la Ciudad. Era un intelectual sólido y aportaba a la Oficina su nombre y su incansable trabajo. Basta revisar en su armario los libros y artículos publicados, la colección facticia reunida que pasó por sus manos, heredada de Gerardo Castellanos, Mario Guiral Moreno, sus amigos queridos, ambos grandes historiadores, los propios recortes y papeles que recibe de Conrado Massaguer. Quiere decir que él fue un historiador, un publicista, un orador, un polemista, un hombre muy popular que salía a las calles y andaba a pie de un lado para otro, pero sobre todo un cubano muy completo.
Casa natal de Emilio Roig en las calles de Acosta y Habana / Foto Alexis Rodríguez
¿En cuáles otras características personales y acciones diarias se expresaban la cubanía de Roig y esos rasgos que definen nuestra identidad?
Cubano de la calle, de abanico, de café con leche y pan con mantequilla, de casquitos de guayaba con queso crema, gourmet de las comidas criollas, del restaurante Lafayette y del café París que había fundado en La Habana Vieja el cocinero de Napoleón III, al lado del ruinoso monasterio de Santo Domingo.
Cultivó mucho eso que hacemos hoy en la Academia Cubana de la Lengua que es reunirnos en torno a la mesa del almuerzo, una vez concluidas las discusiones académicas, para intercambiar sobre diversos temas. Tuvo una suerte generacional que quizás hoy no disfrutamos: los intelectuales estaban muy próximos en la vida real, no solamente unidos por ideas sino también por la comunicación directa. Ahora manejamos más medios pero andamos más incomunicados. En esa época, a lo sumo, se empleaba un teléfono pero casi todo era epistolar. En breve publicaremos el sentón epistolario de Emilito donde se comprueba el intenso diálogo que sostuvo con el mundo, con el mexicano José Vasconcelos, con Alfonso Reyes, con José Carlos Mariátegui
es asombroso y a eso debemos sumarle la correspondencia con los cubanos, porque todo era a punta de tarjetas y manuscritos fundamentalmente.
Era esa cubanía del encuentro, del diálogo, de pasar el mediodía juntos, de asistir a un sitio tranquilo para conversar sobre asuntos que invariablemente volvían al gran tema. El tiempo pasó vertiginosamente y cuando él amanece a la vida cubana lo hace bajo el influjo de la segunda intervención norteamericana; es un joven egresado del Colegio de Belén – cercano por cierto, a la calle donde nació, Acosta número 40. Llama la atención su contacto con los libertadores, porque pudo dialogar con Manuel Sanguily, fue amigo de Juan Gualberto Gómez
Solía tomar el tranvía para ir a casa de Enrique José Varona con el fin de escucharle. Le fascinó la obra de Carlos Loveira y de Enrique Collazo con Los americanos en Cuba y Cuba heroica, cuya dedicatoria mostraba conmovido cuando hablaba del olvido de los libertadores y del pasado.
Era un hombre muy educado pero en la vida real era temible en una discusión. El tiempo labró aquél carácter porque decían que a veces era un poco regañón Emilito y María no vacilaba en confirmarlo, pero siempre fue por una causa justa.
Era un aliado de la perfección y del detalle. Cuando se iba de la oficina todo quedaba hecho. Le fascinaba la música, quizás por ese motivo fue amiguísimo de Gonzalo Roig y de Rodrigo Prats. Fue un cultor del magisterio, de ahí su interés por Enrique José Varona, por María Luisa Dolz, Ramón Rosaínz y José de la Luz y Caballero al cual veneraba.
Otra figura definitoria en su vida fue Rubén Martínez Villena que era simpatiquísimo y además, un poeta conmovido. A Emilito, que nunca escribió poesía, le reprochaban el escribir fácil, pero él manifestaba que lo hacía para grandes mayorías. No tenía tiempo de ponerse a dorar la escritura, cosa que por otra parte no era su objetivo. Su objetivo era lo que iba dentro de ella, nunca banalizando, pero desde la perspectiva del periodista que trataba los asuntos de manera que los pudiese entender todo el mundo, lo cual es un don difícil.
Ese coloquio, ese diálogo permanente de Emilito con la gente, es algo muy cubano.
El tiempo compartido por María Benítez y Emilio Roig conmueve tanto como las lápidas que en el traspatio de la Basílica de San Francisco señalan el sitio donde reposan unidos para siempre sus restos. ¿Cuánto determinó ella en la vida de Emilito?
Me hice cargo de los restos de él y cuidé de ella hasta el final. Encargué a mis colaboradores Otto Randín y Sergio González la exhumación en el cementerio. Luego coloqué la urna en el jardín al pie de un triángulo de palmas. Cumpliendo el mandato de María depositamos sus cenizas junto a los restos de Emilito.
María Benítez era de Bahía Honda, una cubana del occidente, una muchacha muy linda a la que él conoció tempranamente y de cual se enamoró. No se dice nunca pero Emilio Roig estuvo casado anteriormente. No sé si por un celo obsesivo como suele pasar, debilidad en ciertos amores, la memoria de Adolfina fue borrada. Pero de que existió, existió. Hay algunas fotografías que sobrevivieron y referencias en el sentón epistolario. No hemos podido hallar nunca, a pesar de investigaciones prolijas, el certificado de ese matrimonio, aunque hago la salvedad de que Emilito era un librepensador y no creía en esas convenciones. Fíjate que jamás estuvo en un partido político pero militó en el ala más progresista de la intelectualidad cubana. Su análisis de la historia era rigurosamente materialista, a partir no del materialismo vulgar sino del materialismo científico, que había estudiado profundamente. Sin embargo, no fue miembro del Partido Comunista, ni profesaba religión alguna porque era profundamente anticlerical. Consideraba el logro supremo de la sociedad republicana cubana y latinoamericana, la separación y el respeto entre Iglesia y Estado.
La obra de Emilito era muy difícil de continuar, pero seguimos cultivando los rasgos fundamentales de su tiempo, tratando de hacer lo que a él no le estuvo dado en su momento.
Él se enamoró de María y estuvo con ella toda una vida. Le llevaba 36 años y cuando se hizo viejo, de setenta, se notaba mucho más esa diferencia angustiosa. Ella fue más que la mujer; fue la correctora de sus escritos y era un ser voluntariamente anónimo que nunca dedicó libros de su compañero algo parecido a Lilia Carpentier. Era su introductora y defensora, y cuando él se enfermó fue el valladar y la fuerza que lo sostuvo. Todo esto da la medida de que se trataba de una mujer de carácter muy fuerte.
El consejo de María fue también indispensable para mí. Sobrevivió a Roig largos años y hasta que pudo vino todos los días a su oficina. Se sentaba tras la mesa restituida de Emilito, revisaba sus anotaciones, me llamaba y me enseñaba sus hallazgos: vea este papel, lea esto
Ella fue la guardiana de sus papeles y objetos personales, lo defendió como una fiera y fue una viuda romana en relación con su marido. Nunca me meto en la vida privada de persona alguna como aborrezco que se metan en la mía, pero pude llegar hasta el umbral de lo permisible.
Puedo dar fe de que ella luchó por la vida de Roig hasta el final. El propio doctor José López Sánchez a quien ella llamó cuando él agonizaba en el hogar de la calle Tejadillo, me contó que al llegar a la casa ella le pidió: póngale las inyecciones, pero ya Emilito había fallecido. El médico cumplió y luego le dijo: ya no hay nada que hacer, está muerto.
La confirmación fue desgarradora para María, una viuda de apenas cuarenta años a partir de ese momento, con una gran responsabilidad que creyó tener y una profunda tristeza porque la vida le hubiese arrebatado a ese hombre tan joven como lo consideraba ella. Habría querido un Emilito de ochenta y tantos años como Don Fernando, trabajando hasta el último instante y no herido en la palabra y la locomoción al final de su existencia.
Esa fue una relación muy intensa. Poco antes de morir él se casa con María para no dejarla desamparada porque no tenía nada. Como no dejó un testamento, ella no cobró el derecho de autor de ninguna de sus obras y sólo recibió la pensión del Historiador y el sustento que Fidel y el gobierno revolucionario aprobaron para ella, como una pensión adicional para proteger su dignidad en los momentos más difíciles del período especial. Y Fidel lo hizo en memoria de aquél hombre a cuyo encuentro acudieron él y el Che, llevados por Conchita Fernández y Antonio Núñez Jiménez, en el entonces edificio del INRA, hoy Colegio Universitario de San Gerónimo.
Quedó para la historia una foto: los libros de Emilito estaban sobre la mesa y allí el Che sacó de su bolsillo el texto Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos publicado en el año 1950, todo subrayado y le confesó cuánto había aprendido gracias a sus escritos. Justo ahora me ha llegado la inspiración para que, en ese edificio, donde se produjo el trascendental encuentro, coloquemos una tarja recordándolo.
Debo decir además, que Antonio Núñez Jiménez fue discípulo y amigo de Emilito. Lo consideró fundamental junto a Salvador Massip, Sara Isalgué, Pedro Cañas Abril
en la fundación de la moderna Academia de Ciencias de Cuba. Núñez sintió por él un cariño ilimitado y le dio un placer inusual, pidiéndole al Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias llevarlo en un helicóptero a contemplar su ciudad desde el aire. Pudo ver La Habana como jamás la imaginó. En otro momento le solicitaron que escogiera el edificio en el Malecón donde deseaba vivir, pero él no dejó nunca su casa de la calle Tejadillo, casi a las puertas del Seminario de San Carlos y San Ambrosio.
¿Qué heredó Leal de Roig?
Todo. Heredé un sentimiento de gratitud que trato de pagar día a día y siempre me parece insuficiente. En los países jóvenes estas grandes figuras pasan por la historia y así como la iluminan en el tiempo de ese tránsito, cuando se van entran como en una especie de sombra de la que solamente los discípulos pueden salvarlos, cuando todavía no ha encarnado en la gran multitud ese sentimiento de memoria.
Hemos sido privilegiados al recibir de él una obra, que no obstante haberse dispersado tras su muerte, logramos reunir de nuevo, como conseguimos aglutinar por otra vez al equipo de sus colaboradores. Tuvimos la satisfacción de traer de vuelta a Zayas, a Victoria, a Gladys, al fotógrafo Benjamín Castillo
y sentar las bases de la Oficina del Historiador en 1969, cuando habían pasado cinco años de la muerte de Emilito.
Nos ocupamos de José Luciano Franco, editamos la obra de Enrique Gay Calbó, no olvidamos a Pedro Cañas Abril, ni a Sara Isalgué, ni a Salvador Massip, ni a Gerardo Castellanos y la institución que creó, el Museo de Guanabacoa
a ninguno de sus fieles.
Conquistamos la confianza y el apoyo decisivo de María Benítez, quien se atravesó delante de los grandes problemas, llamó personalmente a los amigos de Roig que estaban en el poder político y les aseguró que esta era la continuación. Algunos, a regañadientes, tuvieron que aceptar que lo dicho por ella era la verdad. Otros, con una generosidad infinita, como es el caso de Juan Marinello y su esposa Pepilla, extendieron sus manos con gran bondad.
La obra de Emilito era muy difícil de continuar, pero seguimos cultivando los rasgos fundamentales de su tiempo, tratando de hacer lo que a él no le estuvo dado en su momento. No pudo, por ejemplo, ser protagonista en la restauración de la ciudad histórica. Le correspondió protestar contra la barbarie que se proponía derribar la Iglesia de Paula y lo que quedaba del muro contra el cual fusilaron a los estudiantes de medicina en 1871. Junto a Gonzalito de Quesada promovió que se respetasen las canteras de San Lázaro y que se crease allí una institución histórica. Sin embargo, no alcanzó a ver materializados los grandes museos, el trabajo social en el Centro Histórico restaurado, el empleo sistemático de los medios de comunicación en nuestro accionar, ni las publicaciones hermosas.
Todo lo de él fue de gran severidad y modestia. Le tocó sostener la Oficina de 1936 a 1964. A mí desde diciembre de 1968 hasta hoy, durante cuarenta años en los que le hemos rendido tributo a cada una de sus amistades, sus seres queridos y sus fieles. A toda aquella persona que hizo algo por la Oficina del Historiador tratamos de perpetuarla y honrarla de corazón, en nombre de Emilio Roig.