Por Danay Medina, especialista en Artes Plásticas
¡Quién tuviera tus alas, gorrión loco!
Miguel Hernández
No podría definir qué me perturba más de las pinturas de Miguel Alejandro Machado: si el cinismo de emular insolentemente con un catálogo de pinacoteca, o la pericia de ser intertextual vaciando de toda validez tal procedimiento citatorio instituido por el postmoderno. Nada se parangona a lo que hace Miguel; pero su obra es el espejo cóncavo de todas las piezas, todas las formas, maneras y estilos históricos. Sus cuadros se alejan de la experiencia pictórica de los últimos treinta años de contemporaneidad artística en Cuba y especialmente de los retornos a la tela que han caracterizado a la última década: ni “fenómeno bomba” ni “contemplativo-zen”, su producción se precisa en otros términos.
Gorrión, su primera exposición personal, estará abierta al público durante los meses de julio y agosto en la Casa de México y reúne un número considerable de piezas de variados formatos. En ellas, el joven estudiante del ISA ensaya una tupida figuración en la que, amalgamados, se distinguen animales y personajes mitológicos o monstruosos, cuyo origen podríamos rastrear en textos culturales de la tradición occidental y en la propia imaginación del autor.
En la genealogía de Miguel Alejandro se cruza sin dudas la modalidad estética del Neohistoricismo, emergente en Europa y Estados Unidos durante la segunda mitad de la década del setenta[1] del pasado siglo y tempranamente incorporada al Boom del Arte Cubano en los ochenta, en la voz de creadores como Consuelo Castañeda, José A. Toirac y Glexis Novoa. Ellos son algunos de los autores pioneros de una manera de concebir la historia (del arte) que se consolidaría en nuestro territorio en el decenio siguiente, de la mano de nombres como Reinerio Tamayo, Pedro Álvarez, Rubén Alpízar, Los Carpinteros, Moisés Finalé, Elio Rodríguez, Aisar Jalil, Arturo Montoto, Armando Meriño, Esterio Segura, etc[2]. Estos se agrupan bajo el común denominador del llamado “retorno al oficio” y a los géneros tradicionales, preponderan la pintura y utilizan un proceder apropiacionista y deconstructivo.
La obra de Miguel Alejandro guarda cierta afinidad con dichos artistas, especialmente en lo que se refiere a la utilización de la intertextualidad como estrategia discursiva. Sin embargo, el ejercicio citatorio tal y como se practica en Gorrión dista del extendido en esta hornada de creadores. Hamlet Fernández lo explica en las palabras al catálogo:
…en este tipo de intertextualidad (se refiere a la practicada en los noventa) el referente de la cita es siempre explícito, más bien develado con cinismo por el creador, y eso forma parte del juego conceptual que fundamenta a ese tipo de discurso visual. El eclecticismo de Miguel está lejos de ser intertextual en ese sentido más premeditado o intelectualizado; en él se trata de un proceso mucho más personal, visceral o espontáneo si se quiere…[3]
Miguel Alejandro no evidencia el origen exacto de las citas porque no las asume como prototexto o fragmento, sino como horizonte cultural, nivel de la experiencia personal, posibilidad de ser o hacer. Donde un Tamayo, un Pedro Álvarez o un Alpízar yuxtaponen, el joven pintor funde imágenes, estilos, nociones (la alegoría orticiana del ajiaco puede reflejar también este proceso: ningún componente, independientemente de su proveniencia, mantiene su personalidad original, sino que se disuelve en algo nuevo y percibido de otra manera). Si la intertextualidad consolidada en los noventa en Cuba afirma un comentario crítico sobre el presente y la historia que lo precede como constructo ideológico, Miguel apuesta por la inmensidad del concepto de cultura –tal vez ingenua, pero sinceramente; la historia es el horizonte donde se amalgama el conocimiento.
De ahí que mi primera impresión frente a las piezas de Gorrión fuese de descolocación, como si toda la información que he acumulado sobre el arte hiciese un cortocircuito en mi mente: ¿Qué estoy viendo? Cuando se accede a la sala se tiene la impresión de estar asistiendo a la exposición de un museo de arte, posiblemente a la sección de Cambio de Siglo del Reina Sofía, o a su homóloga en el Museo Nacional de Bellas Artes ¿Cómo se puede lograr con tanta coherencia tal ilusión sin imitar el empaque de un maestro o un estilo particular? Las piezas parecen antiguas, sí, ¿pero de qué época o corriente estética?
Predominan los estilos decimonónicos diría, pero no en la forma organizada en que los presentan las enciclopedias de arte, sino más bien de la manera promiscua y ávida en que fueron asumidos en el llamado Cambio de Siglo por países entonces periféricos en relación a Francia, centro hegemónico de la producción plástica del periodo. Un poco menos evidente se hace la vinculación con los movimientos de vanguardia, aunque cabe señalar cierta comunión con las vertientes expresionistas, el surrealismo y la pintura metafísica. Por otra parte, las citas más legibles de la exposición se encuentran en Mesero Hermes en día de faena, donde un arlequín picassiano y la figura femenina del conocido cuadro de este pintor español La acróbata de la bola (1905) se mezclan naturalmente en una escena de vida nocturna a lo Toulouse Lautrec. Otra referencia, aparentemente fútil, aparecida en esta pieza es una pecera con goldfishes, elemento puesto de moda a finales del siglo XIX y principios del XX, y que tuvo a Henri Matisse entre sus aficionados. Al mismo nivel de estas citas aparecen otras remitentes a la figuración del propio Miguel: la silueta de un centauro y una escultura-objeto que representa una lata de Coca-Cola decorada al estilo cerámico griego de figuras negras sobre fondo rojo.
Los cuadros de Gorrión están concebidos a tono con esa ambigüedad desconcertante que algún teórico sentenció imprescindible para el texto artístico y que en este caso radica en una especie de restauración engañosa del aura de la obra. Formalmente esto se logra dotando a las piezas de una aparente antigüedad: se emplea el óleo sobre tela, técnica paradigmática en el desarrollo de la pintura; la paleta recuerda los matices de los colores oscurecidos por los años; las composiciones, las poses y el vestuario de los personajes rememoran temas mitológicos, escenas de género, retratos e interiores. La visualidad resultante es un embrión mestizo (antes que ecléctico) donde efectos barrocos se consiguen mediante métodos impresionistas (como una iluminación de caverna obtenida gracias a los valores tonales de las pinceladas yuxtapuestas); donde la mancha y el empaste grueso resuelven con estructura y formato académicos un cuadro mitológico (un grande genre); o donde personajes entre simbolistas, románticos y goyescos conviven con el motivo vulgar que es una perra difunta. Destaca también una fauna bucólica de pavos reales, cisnes, conejos, venados, gansos, jabalíes y ovejas que se confunden y enmascaran dentro de composiciones abigarradas, en las que una mancha puede develar un racimo de fauces caninas (Lesiones de equilibrio) o un pavo torturar el ojo de un monje asiático (Posados).
Con la estrategia de la ambigüedad el artista nos sitúa en el intersticio de la recepción, en el espacio en el que la obra y el público establecen un diálogo –histórica y culturalmente mediado. La singularidad de sus piezas yace en lo confuso de una experiencia estética que se propone “de museo” o “de colección” cuando en realidad el óleo está aún húmedo sobre la tela y el “orden” del cuadro está fundamentado en valores contemporáneos. Una vez que se derrumba nuestro “patrón” de recepción ideal, tomamos un camino mucho más fructífero para la polisemia de la obra.
Ya en la serie Impulsos apolíneos (2011-2013) el autor había intentado apresar la interacción de los que Nietzsche consideró polos opuestos y complementarios: lo apolíneo y lo dionisiaco. La tensión de este par no solo justifica la pertinencia y eficacia estética de la tragedia en la Grecia antigua, sino que encarna la dialéctica apariencia-esencia, extrañamente conciliada en las piezas de Gorrión. El propio Miquel Alejandro escribió en ocasión de aquella temprana serie: el gesto pictórico se convierte en sábana que cubre del polvo mi voluntad, resguardando mis intenciones detrás de un vistoso estampado (…) Aprender y aprehender la capacidad de simular, incitar las subjetividades siempre especulativas desde los olores de los barnices, desde lo alegórico de las formas, desde el croma, desde el accidente.[4] El propio acto de pintar comprende la dimensión cognoscitiva, en sus extensiones emocional, instintiva y racional; de ahí que la propia recepción impulse el despertar de zonas poco conscientes de nuestro conocimiento. En resumen, el artista, mediante un proceso creativo íntimo, logra dotar de valor sensorial una relación obra-receptor que se ha diseñado durante los últimos treinta años en Cuba como ejercicio casi exclusivamente intelectual (residuo del conceptualismo).
El imaginario que subyace en las obras se fundamenta no solo en la pintura, sino también en la escritura. No se trata de mantener dos actividades paralelas como hicieron un Samuel Feijóo o un Carlos Enríquez, o de mezclar ambas expresiones como se aprecia en algunas piezas de Zaida del Río; Miguel Alejandro pinta las historias que escribe. Las narraciones, cuyos fragmentos han sido incluidos en la muestra, poseen el mismo carácter críptico de los cuadros. Están plenas de referencias a las leyendas y tradiciones de la cultura occidental, a la vez que se resuelven en un estilo preeminentemente metafórico y “plástico”. Sus personajes viven experiencias cercanas al mundo de la fábula y del mito, con trayectos poéticos y hasta con cierta moraleja. Si prestamos atención a las obras encontramos personajes y situaciones recurrentes que no son más que resortes del texto que los precede. Asimismo el autor se aficiona a objetos que a manera de modelos-fetiche se repiten en los cuadros e historias. Tales son los casos de una flauta, un centauro de juguete y la mencionada Coca-Cola, todos ellos expuestos en vitrinas.
[1] Pueden incluirse dentro del término amplio de Neohistoricismo, movimientos como la Transvanguardia italiana, el Neoexpresionismo alemán, la Figuración Libre francesa y la Nueva Imagen norteamericana, así como otras figuras independientes que desarrollan sus carreras en diversos países de Europa y Latinoamérica.
[2] Estos artistas, así como el término de Neohistoricismo aplicado al arte cubano, fueron principalmente definidos por Suset Sánchez en su tesis de graduación, y por Jorge R. Bermúdez en ciertos textos y exposiciones donde inscribió un grupo bajo el rótulo de postmedievalistas. En ámbito internacional el término Neohistoricismo se utiliza fundamentalmente afiliado a la arquitectura y a la literatura.
[3] Hamlet Fernández. El simbolismo tenebrista de Miguel Alejandro (Catálogo). Casa de México, Junio-agosto 2014
[4] Miguel Alejandro Machado. Sensatez primaveral. En: http://cdecuba.org/miguel-alejandro-machado